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entrevista
Parece un oxímoron, pero DJ Pastis ha dejado las drogas. Compartimos un viaje en coche con él, camino a una de sus sesiones, dónde hablamos de música, estupefacientes y skinheads con armas de fuego
David Álvarez Tudela (Girona, 1973) saca la última maleta de discos del ascensor. Luego, en vez de cerrar la puerta, la sujeta pacientemente durante unos segundos. “Pase, pase”, le dice a un vecino que acaba de aparecer por el portal. “Que tenga buenas fiestas”, le desea, dedicándole esa clase de sonrisas que solo tienen los supervivientes de accidentes aéreos.
Con el vecino ya dentro del elevador, David deja que la puerta caiga con la misma suavidad que cae la aguja sobre el plato de un tocadiscos. “¿Puedes ayudarme con las maletas?”, me pide. Lleva tres, hasta arriba de maxis. Cojo una para llevarla hasta la calle. Es de color amarillo. “Gràcies, rei”, pronuncia, con un acento arraigado todavía en su Girona natal.
Inmediatamente después, habiendo liberado ya sus brazos del peso del vinilo, me abraza de forma espontánea.
Él. David Álvarez Tudela. DJ Pastis.
Es 25 de diciembre, son poco más de las ocho y media de la tarde y estoy en el pudiente barrio de Sarrià con David Pastis; esperando. Mercedes, su pareja, está a punto de pasar a recogernos en coche para llevarnos al Desk, la sala de L’Hospitalet en la que David pinchará esta noche. Con mocasines y pajarita de terciopelo rojo.
“Me emociono cuando recuerdo el Xquè”, me confiesa durante la espera. Y al hablar se le humedecen los ojos. Xquè es la discoteca dónde fue pinchadiscos residente desde 1995 hasta 2007, año de su clausura. En la fiesta de cierre, él y su compañero Buenri pincharon, por última vez, ante un público de 5.000 personas.
En la puerta, sin poder entrar, se arremolinaban otras 2.000 almas adictas al sonido 'mákina'.
“Ahora, cada vez viene menos gente a las fiestas”, lamenta, “sobre todo este último año, con lo del Procès. Creo que la gente tiene miedo a salir de noche”.
Un descapotable frena a nuestra altura. De su interior sale Mercedes, que reclina uno de los asientos delanteros para que subamos. Son de cuero blanco, a juego con la carrocería del coche. ¿Cinturón de seguridad? Atado. ¿GPS? A punto. ¿Empezamos? “Hecho”, asiente Pastis.
Desde junio, la vida de David ha dado un giro de 180 grados. En un vídeo que no tardó en viralizarse, aparecía junto al también DJ Nando Dixcontrol para anunciar que ingresaba en un centro de desintoxicación. “Estuve internado un mes entero en un centro de Begues”, explica el dick jockey. “Después, pasé unas semanas yendo solo de mañanas, hasta reducir las visitas a dos horas diarias. Ahora continúo la terapia con Fran, mi psicólogo”.
Seis meses después de iniciar el rehab, DJ Pastis ha dejado de hacer honor a su nombre: está limpio como una patena en la misa del domingo. ¿Limpio de qué? “Pastillas, marihuana, speed, farlopa, ácidos”, enumera, cuando le pregunto por los estupefacientes que consumía antes del tratamiento. “Las noches que no trabajaba, me iba a dormir tardísimo y jugaba a la PlayStation hasta las tantas”.
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Su aspecto refuerza su discurso: en comparación con el Pastis que se viralizase en junio, la imagen actual del DJ ha mejorado sustancialmente. “Ahora me levanto bien temprano, llevo una dieta sana, salgo a pasear y a tomar el sol”, recita con orgullo. “También he retomado el contacto con mi hija, que estuvo un año sin poder verme”, añade. “Esa espina la llevaré dentro siempre”.
“Muchos de mis amigos se han quedado colgados por culpa de las drogas”, continúa. “Gracias a Dios, ese no ha sido mi caso, pero sigo teniéndoles miedo”, dice, sobre los estupefacientes. “He estado consumiéndolas casi toda una vida, y lo único que puedo decirte es que las drogas matan. Siempre se han asociado a la noche y a la figura del disc jockey, pero éste es un oficio que se hace con el corazón. Las drogas son solamente una porquería”.
Para monitorizar la recuperación de David Pastis no hace falta quedar con él: basta con hacerle follow en Instagram. “Tengo muchos fans que se preocupan por mí y se merecían seguir de cerca mi evolución”, señala, cuando le pregunto por la extensa producción que engrosa su perfil en la red social, dónde lo hemos visto recién salido de una gastroscopia, ofreciéndole Chupachups a un pollino, o incluso alardeando de cutis tras la aplicación de una mascarilla de arcilla roja.
En la mayor parte de publicaciones, Mercedes figura de un modo u otro. “Si no hubiera sido por ella y por su insistencia, jamás habría conseguido dejar las drogas”, insiste, reiteradas veces, David.
En la media hora que dura el trayecto en coche, Pastis pone sobre el salpicadero sus primeras veces: del “canuto” que se fumó con 13 años en la sala La Sala del Cel de Girona, a las “drogas duras” que, ya con 16, empezó a deglutir en el barcelonés Psicodromo, cuna de la música mákina. Entre calo y rula, se formaba como profesional. “En La Sala del Cel trabajaba haciendo de payaso, de showman, hasta que un día el hijo del jefe me pidió que entrara a cabina a poner cuatro disquitos”, recuerda. “Y allí me quedé para siempre: en la cabina”.
Aunque La Sala del Cel sirvió a David como campo de tiro –al plato–, las clases teóricas previas las recibió en el Psicodromo. Mientras todo el mundo bailaba mezclas speedicas, él fijaba su vista en las manos Nando Dixcontrol. “Estuve sesiones y sesiones en la valla que separaba al público de la cabina, mirando cómo se hacía todo aquello. Nando era brutal, un DJ perfecto, un pionero: sus mezclas podían hacerte reír, podían hacerte llorar; acelerarte el corazón a una velocidad bestial”.
Siempre tras los pasos de Dixcontrol, en 1994 Pastis acabo afianzando su carrera a los platos de Pont Aeri, la mítica discoteca de Terrassa. “Allí fue cuando empecé a pinchar con Buenritmo”, rememora del tocayo con el que formó tándem como Pastis&Buenri durante más de década y media. “Nos separamos allá por 2010, pero ahora nos hemos vuelto a juntar para fiestas puntuales, en las que la liamos tanto o más que antes”.
Aunque Pont Aeri fue el marco dónde Pastis&Buenri vivieron su luna de miel, el paso de la pareja por este buque insignia del makineo sería fugaz: sus sesiones apenas se sucederían durante un par de años. “No es cierto que los pelados nos echaran de Pont Aeri”, desmiente David. Habla sobre el rumor de que fue la presión del creciente público skinhead, muy presente en la discoteca a mediados de los noventa, el que propició el exilio vallesano de Pastillas y de Buenritmo.
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“Sí es verdad que había mal rollo entre ellos y nosotros, porque David y yo éramos makineros y drogadictos, y aquellos skinheads eran antidroga. Durante una sesión, siete de ellos, encapuchados, empezaron a disparar a las puertas de la discoteca, y bueno… ¿Había conflictos en la época de los pelados? Sí. Pero nosotros éramos Pastis&Buenri: solo queríamos pasarlo bien”.
Y vaya si lo hicieron. Durante una docena de años, Pastis&Buenri ocuparon la impecable y reivindicada residencia del XQuè, en Calella de Palafurgell. “Esa etapa fue un despiporre, una bestialidad”, dice, volviéndose a emocionar. “Fueron también los años en los que grabé mis trabajos de estudio: el Take Me There, el Everlasting, el Human Voices…”, recita el pinchadiscos. Muchos de esos títulos descansan en el maletero del coche en el que viajamos.
En menos de una hora, estarán retumbando contra las paredes del Desk.
Cuando Mercedes, David y yo enfilamos a pie la calle que nos ha de llevar a la discoteca, un grupo de ‘x-quesianos’ en pleno botellón nos detiene. “¡Ese Pastis!”, entonan, mientras saludan, abrazan y besan a la pareja. Vuelvo a tener conmigo la maleta amarilla y en un momento de abstracción me la imagino llena de discos que no contiene, pero que –ahora lo sé– chiflan a su propietario.
“Si tuviera que hacer una sesión de algo que no fuese mákina, pincharía tecnopop”, me confesaba David hace un rato. “Es una música que me relaja mucho, y que no he pinchado casi nunca. Mezclaría grupos de los ochenta con bases acid house de los noventa: pondría algo de los Police, o el Losing my Religion de REM, sobre beats con mucha percusión. Ese tipo de mezclas me encantan”.
¿Algún placer íntimo no-pinchable? “Joaquín Sabina también me gusta mucho”.
Cuando salgo de mi ensoñación, Mercedes, David y yo reemprendemos nuestro camino. Hasta llegar al Desk, el trance que acabamos de vivir –“¡Ese Pastis!”– se repite como un déjà vu hasta que dejamos las maletas en cabina. Es como la escena de Uno de los nuestros en la que Ray Liotta entra con Lorraine Bracco al restaurante, en un interminable plano secuencia dónde se suceden los saludos y las muestras de respeto. Cambia Brooklyn por L’Hospitalet, a The Crystals por happy hardcore trallero, y podrás hacerte una idea aproximada del paisaje.
“La mayoría de gente, por no decirte el cien por cien, me ha apoyado mucho durante estos meses”, me dice el DJ. “Por Instagram recibo mensajes a diario de gente que me da ánimos. Ahí fuera hay muchas personas que se han preocupado por mí; muchas más de las que yo podría haber llegado a imaginar”. Los supporters de Pastis también se manifiestan en analógico: el entrar en cabina, lo reciben con “qué guapo estás, David”.
Con “estàs de puta mare, me n’alegro molt, David”.
David, preso de la ansiedad que antecede al pinchaje, hace lo único ilegal que su tratamiento actual le permite: encenderse un pitillo a hurtadillas, escondido tras la mesa de mezclas. Es algo que, más tarde, veré hacer también al técnico de luces, incluso a algún veterano de los muchos que hay entre el público.
Les llaman fiestas 'remember', y lo son: evocan una época dónde un concepto como ‘ley antitabaco’ sonaba poco menos que orwelliano.
Cuando me escapo al lavabo, esquivando el de pie para optar con uno que tenga puerta, pronto golpearán la madera de ésta, para saber si está ocupado. “Ocupado”, digo. “Ah, sí”, me responden con sorna desde fuera, “que también hay gente que entra aquí a mear”.
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“En la Ruta del Bakalao ya empezó a haber droga a mansalva”, me explicaba David hace un rato. “Hostia, es que realmente ha sido muy problemático esto de las drogas. No sabría decirte exactamente por qué calaron tan bien en la escena mákina, pero sí puedo decirte que no es el único ambiente en el te encontrarás gente drogada. Un jevi también se droga. Hay abogados que se drogan. En un festival de flamenco, también ves a gente drogarse”.
Cuando salgo del baño, Pastis ya ha comenzado su sesión. El público, aunque escaso –alrededor de 100 fieles–, se entrega por completo al disc jockey. Las luces parpadean con estridencia, dejando entrever camisetas tanto de Pont Aeri como de Roxy Music. Las campanas de los tejanos se bambolean con furia. Las chicas que visten palabra de honor, lo suben y recolocan cada 45 segundos, sin guardar milésima alguna para dejar de bailar.
Decido seguir lo que queda de sesión desde el burladero que es la barra. Antes de que pueda cometer el exceso de pedir una Coca-Cola, un conocido se acerca a saludarme. Se llama Víctor Zapata y, aunque yo no lo sabía, es un incondicional de Pastis&Buenri. “Para mí”, me grita Zapata a la oreja, “Pastis&Buenri son lo que para otra gente de mi generación fueron Estopa o Alejandro Sanz: me basta con escuchar un segundo o dos de una de sus canciones para reconocerla; me las sé de memoria”.
Pastis sigue en cabina, a dos manos y tres platos, con una pinchada que el público reconoce como de solo hits. “La sesión está muy bien”, valora Zapata, “a mí el Flying Free y todo eso me da vergüenza oírlo en una discoteca”, dice del himno de Pont Aeri. “La gente que iba a Pont Aeri era demasiado agresiva; bailaban empujando y te miraban mal. Yo prefería ir al XQuè, aunque estuviera más lejos, porque había más buen rollo y me sentía más seguro”.
“Y, bueno, porque Pastis&Buenri me gustaban más”.
La sesión entra en su recta final, con los bajos estrellándose contra cada pared y contra cada columna. Cuando David baja la música, la gente sigue coreándola, con ánimo y precisión hooligan. “Llevo 25 años en esto”, me decía el DJ hace tan solo una hora, “y la gente muchas veces me pregunta si no estoy cansado de este sonido. No lo estoy: la música mákina me hace vibrar de una manera que no me hace vibrar ninguna otra música”.
“Para mí”, termina Pastis, aunque la fiesta siga, “es mákina o muerte”.
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