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Set Portes: simulacros de la gran cocina burguesa

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Esto es lo que puede pasarte cuando encuentras un saprófago en un restaurante de la burguesía catalana

Gonzalo Torné

18 Enero 2017 13:32

La anécdota circulaba con la seguridad de lo que no necesita ser recordado cada año para estar bien asentado en la memoria familiar: mis abuelos habían invitado a Mr. Chits y su señora al “Set portes”. La semana había empezado con cierto forcejo: Mr. Chits (renuncio a intentar reproducir el nombre oculto tras la pronunciación de mi abuela) era pelirrojo y no era tarea sencilla disuadirle de renunciar a la falda escocesa sin ofenderlo.

Dos vermuts blancos contribuyeron a disolver los últimos residuos de disgusto, si es que quedaban remanentes en aquel espíritu amable, y tras los entrantes el clima era verdaderamente alegre. Cuentan que los camareros retrasaron con cierta coquetería la entrada de la paella, y que solo cuando la mostraron a mis abuelos y al matrimonio Chits, a la espera de la aquiescencia formal imprescindible para empezar a emplatar el grano, se fijaron en el reluciente charol de una jugosa cucaracha.

La mejor explicación que ofreció el servicio fue apelar a un supuesto fumigado del día anterior, además de a una inconcebible cadena de descuidos que provocaron la caída del cadáver en la paella ya cocinada (esta opción parecía menos siniestra que la lenta cocción de saprófago en el caldo de gambas y escamarlanes), pero lo que conmovió a mis abuelos hasta la orilla del perdón fue la propuesta de invitarles cada viernes de manera indefinida a cambio de un compromiso de silencio. Mr. Chits, incluso en pantalones, se mostró inflexible. Nunca más iban a pisar ese sitio.

El “Set portes” está situado en los “Porches de Xifré” construidos por un tal Xifré en imitación de los de la calle Rivoli, muy cerca de la Barceloneta, a la que divisan desde un emplazamiento señorial rodeado de magníficos edificios sucios como el mastodonte de Correos. Las dependencias superiores estaban dedicadas a oficinas y en los bajos organizó un café con ocho puertas —aunque una de ellas no computa, era para el servicio, invisible—.

Casi doscientos años después, el café sigue con el mismo nombre, y se dice que ha servido de punto de encuentro a periodistas, intelectuales, políticos y artistas, sobre todo desde que hace un siglo se transformó en restaurante. Pero más allá de la historia la anécdota familiar ilustra bien la mentalidad de sus clientes burgueses: que no salga de aquí, que parezca un parecido, que quedemos todos contentos, que nadie pueda decir ni media palabra contra nosotros, demos ejemplo.



Quizás Mr. Chits se hubiese mostrado menos airado si le hubiesen permitido comprobar que las cocinas estaban recién fumigadas, pero que nadie se lleve a engaño, esta clase de restaurante es de los que no enseña sus cocinas, ni entonces ni ahora que está de moda. Al contrario, al visitante lo primero que le sorprende (además de los espejos, las mesas separadas y las cómodas sillas) es el sofisticado sistema de reservados al servicio de cierta idea de intimidad y de una viva insinuación de jerarquía: siempre podrías comer en una sala más preferente.

La carta augura platos tradiciones como los guisantes “ofegats”, las zarzuelas y otras recetas en peligro de extinción como el cochinillo al horno, gran variedad de bacalaos y el increíble pijama, un postre que consiste en combinar todas las materias azucaradas que le quedan al cocinero a mano. Pero lo que piden los comensales ese día son paellas, en cualquiera de sus variedades: negra, de pescado, de carne, de carne y pescado, la pobretona de verduras, una donde te ponen el marisco pelado, otra donde el marisco no va pelado pero contiene un poco de langosta y la cúspide combinatoria: marisco pelado y un poco de langosta. A cada uno de estos estratos le corresponde un precio de manera que podemos tasar el trabajo de desvestir las gambas de sus camisas en tres euros.

Los políticos, intelectuales y artistas del pasado han sido sustituidas por dos variedades de clientes: la familia con abuelos e hijos, y los grupos de turistas orientales; pueden parecer isótopos de cliente opuestos pero lo cierto es que confluyen sin esfuerzo en una variedad de paella u otro. El servicio también ofrece dos tratos: un amaneramiento estoico con los occidentales y una brusquedad impaciente con los orientales. ¿Pero qué debe esperar quien no es ni una cosa ni la otra? Cierta improvisación confusa me temo, ¿cómo explicar que tras indicarle al camarero que no había pedido una botella de vino blanco me respondiese: “¿está seguro?”?

Los entrantes son ciertamente variados y algo previsibles (buñuelos, croquetas, gambas, tres calamares y dos tiras de pan con tomate y jamón). La paella huele bien, pero el arroz es algo terroso y en el caldo dominan las verduras (pese a pedir una “marinera”), la sepia tiene más textura que sabor. Las “raciones generosas” son más que discutibles. Hasta aquí la comida, resultona, correcta, un menú de quince euros notable, cuyo juicio queda enturbiado por el boato que parece exigirle una conmiseración menos aguafiestas.  



Paellas en cualquiera de sus variedades: negra, de pescado, de carne, de carne y pescado, la pobretona de verduras, una donde te ponen el marisco pelado, otra donde el marisco no va pelado pero contiene un poco de langosta y la cúspide combinatoria: marisco pelado y un poco de langosta. A cada uno de estos estratos le corresponde un precio de manera que podemos tasar el trabajo de desvestir las gambas de sus camisas en tres euros.

Al grano: lo más llamativo del restaurante son los precios. Aproximadamente el doble de lo que valen los platos, pero tampoco lo bastante disparados como provocar una revuelta o una negativa a volver. Al fin y al cabo, si los precios se rebajasen para estar a la altura de la calidad de la comida, le provocarían un disgusto innecesario a los clientes deseosos de reanimar la firme convicción satisfecha de que: “aquí hemos venido a gastarnos los dineros”.

Circula de mesa en mesa cierta complicidad de iniciados que no se expresa tanto en la delicadeza de los platos o en el esnobismo del decorado como en otros restaurantes, sino en la sencilla mística de pagar veinte euros por unos buñuelos, sentados en un salón que remeda los lujos del Rivoli. O si se prefiere: comerse unos buñuelos sí, pero “en antaño”. Una comida que puede “entender” la iaia (a la que ciertas combinaciones audaces desconcertarían) y que sirve para transmitir al hereu una noción difusa de privilegio, pagar el doble y evitarse indeseables: el legado. En este ambiente, los orientales chirrían un poco pero ya se sabe que hay que adaptarse a los tiempos.

El anciano de la mesa vecina, que se había mantenido durante media hora en un silencio satisfecho, llamó a un camarero veteranísimo para confesarle que se acordaba de él. La revelación incluía también una anécdota: durante la infancia, su padre le llevaba a comer al Set Portes los viernes, era funcionario de aduanas, llevaba veinte años sin venir a Barcelona, y le había pedido a su hijo que le trajese aquí, recordaba el nombre; no la dirección. El camarero se sumó al placer del “está todo igual” y entre los dos se remontaron en el tiempo y hubiesen llegado del tirón a los tiempos del tal Xifré si la nuera no les hubiese interrumpido con una pregunta utilitaria, algo fuera de lugar: “¿y la comida que tal?”. El hombre se quedó pensativo y dijo: “de la comida la verdad es que no me acuerdo, pero yo creo que sí, yo creo que sigue igual”.

Con la factura se nos informa que en esa mesa comió Orson Welles y que el camarero se llama José Luis (el apellido queda cuidadosamente protegido). Imposible resistirse de darle un carácter ejemplar al anciano, lo que ofrece el “Set portes” es un simulacro de la Gran Cocina Burguesa, un viaje por el tiempo, el placer de la continuidad, el eco de un tiempo donde en una tertulia podías sentar a un político y a un intelectual: logradísimo, sí, pero un simulacro.


*Gonzalo Torné es autor de tres novelas. Su último libro, Años felices, acaba de aparecer publicado en la editorial Anagrama.


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