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Food
Una visita al templo del menú infantil para adultos: Can Trampa
14 Febrero 2017 11:35
De entre todas las variadas tribus dietéticas que conviven en Barcelona (vegetarianos, veganos, crudívoros, adoradores del cerdo…), hay pocas tan discretas como la de los amantes del menú infantil. Su amabilidad quizás derive de que aquí no se trata del culto a una dieta o de una decisión basada en argumentos morales, sino de una intermitencia animada por una reminiscencia de quita y pon; al capricho, vamos.
Si se quiere hacer feliz a uno de estos comensales cuando entran en el trance de recuperar la inocencia del paladar, lo mejor que se le puede ofrecer es un menú de macarrones, pollo a la brasa y patatas fritas. Pero no vayan a creer que la sencillez de los platos va asociada a un conformismo, no nos vale con cualquier salsa de tomate ni con patatas congeladas, buenos somos los amantes del menú infantil. De hecho, existe una prueba secreta para evaluar la calidad de un menú infantil, pero no adelantemos acontecimientos ni desvelemos secretos.
Mi restaurante favorito para degustar menú infantil (aunque los platos vengas camuflados en la carta de los adultos) es la Antigua Casa Trampa, que casi todo el mundo conoce como Can Trampa.
Pero Can Trampa es mucho más que el continente de un excelente menú infantil, para empezar está situada, agárrense, en una zona de veraneo. Desde luego, nadie lo diría si transportásemos al comensal de manera instantánea a la medio plaza (en puridad una esquina) cortada por una calle curva que va a desembocar en una carretera de doble sentido (entre cinco y seis semáforos), y que a los que no tenemos carnet de conducir nos induce al agradecimiento. Claro que se trata del veraneo de otras épocas: cuando la clase trabajadora no salía de sus barrios, a los burgueses les daba repelús la exposición prolongada al sol y a nadie se le ocurría visitar Europa (por lo demás reducida a Francia) fuera de fechas señaladas como la luna de miel.
Muchos de los barceloneses que entonces integraban la burguesía menos campanuda escogían para el veraneo familiar las escasas avanzadillas urbanas que alojaba la sierra de Collserola, entre las que destacaba Vallvidrera; allí podían respirar aire puro, pasear por los bosques, y volver a Barcelona si las cosas, como suele pasar en los pueblos, se ponían aburridísimas. De esta actividad de veraneo quedan varios paseos flanqueados por edificios donde resuenan ecos de la arquitectura modernista, y la propia Antigua Casa Trampa, que según cuentan los nativos (con cara de no terminar de creérselo) era una casa de postas para que descasen los caballos (y sus jinetes) en las travesías nocturnas.
A Can Trampa se puede llegar de varias maneras, por carretera y usando el funicular, pero la más reconfortante es dando un largo paseo desde la plaza del Doctor Andreu, recorriendo la carretera de les Aigües que en los fines de semana parece un via crucis de penitentes entregados a los suplicios del running, la bicicleta y el adiestramiento de perros, pero que entre semana recupera su calidad de elevado balcón sobre la ciudad que se despliegue en la ordenada disposición cúbica del Eixample, y desde el que se aprecia una considerable extensión del Mediterráneo que tanto ha inspirado a poetas y cantautores y que vaya a saber por qué parece invisible para los novelistas barceloneses, que parecen confabulados para parecer de secano.
Quizás el elemento más llamativo del atrezzo sea la cocina (situada en la intersección entre el corredor y el saloncito) donde humea, en enormes fuentes, la “comida de puchero”, muy variada, donde destacan los guisantes con jamón de Jabugo y las albóndigas en safaina
Los cuatro kilómetros de distancia (entre almendros, pinos carrascos, encinares y ailiantos, el depredador asiático) dejan el estómago del comensal en la mejor disposición para beneficiarse de Can Trampa, que agazapado en su plaza-esquina presenta tres ambientes. El primero, exterior, lo forman un puñado de sillas y mesas metálicas donde matan el tiempo (y a veces la sed) vecinos y los clientes en lista de espera; el segundo viene a ser el pasillo que se prolonga en paralelo a la barra y que invita a comer con prisas; el tercero es un salón espacioso que a la manera de los estudiantes aventajados logra parecer elegante sin esforzarse demasiado.
Quizás el elemento más llamativo del atrezzo sea la cocina (situada en la intersección entre el corredor y el saloncito) donde humea, en enormes fuentes, la “comida de puchero”, muy variada, donde destacan los guisantes con jamón de Jabugo y las albóndigas en safaina. Al llegar a este punto el representante de esta modulación exigente del paladar conocida como “amante del menú infantil” no deja de torcer la mirada en busca de los codiciados macarrones. ¿Y si se han acabado? ¡Qué presentimiento horrible!
En Can Trampa presumen sin falsas modestias de ofrecer una de las mejores cocinas caseras de la ciudad, y a un precio de ensueño. Detengámonos en “comida casera”, esquivo y engañoso sintagma. Si uno se deja convencer por las cadenas de comida rápida y los restaurantes de menú menesteroso, la “comida casera” se confunde con una preparación directa: ingredientes amontonados en ensaladas, croquetas grumosas, secas carnes a la brasa y pescados a la brasa y no menos secos. Toda una oda a la precipitación. ¡Gran mentira!
La comida casera requiere guiso y tiempo, y es más agradable cuando más profunda es la fuente y cabe más cantidad de sustancia alimenticia: legumbres, verduras y carne, soltando y mezclando sus jugos. Conejo con bolets, pies de cerdo con judías, ternera con pisto… humean en las profundas vasijas de la cocina. Podríamos dedicar dos párrafos a los vinos, pero en Can Trampa lo propio es tomar vino de la casa con gaseosa, bebida que en cualquier otro lugar competiría en la categoría de “anacronismo repulsivo” pero que al encontrar el contexto adecuado (y si ponemos un poquito de nuestra parte) nos ofrece una armonía inesperada.
Y para terminar un secreto: ¿cuál es el criterio para valorar un auténtico menú infantil? El concepto clave es “recalentar”. Por fortuna, Can Trampa nos ofrece las mejores condiciones para el experimento: no solo nos sirven raciones pantagruélicas, sino que empujados por el ánimo de no tirar comida (lo que delata la edad del local) se nos ofrecen carmanyoles de plástico para llevar a casa lo que no hemos podido tragar allí mismo. Pues bien: unos macarrones bien cocinados no solo resisten sino que incrementan su sabor en cada recalentado.
Uno de los pocos escritores que ha abordado este indiscutible fenómeno alquímico es Pamuk, el merecido Nobel nos cuenta en una de sus novelas algo que saben todos los vendedores ambulantes de Estambul: si quieres contentar a un cliente, dale “comida sucia”. Como el lector ya habrá supuesto, la “comida sucia” no es la que contiene porquería química ni está aderezada con sustancias mal digeribles, sino la recalentada, la que con cada visita al fuego suelta nuevas oleadas de sabor profundo, como si mientras prosperan crujientes y sorpresivos tostados abriera profundos pozos oleaginosos transportando trazas de pies de cerdo, judías, pistos y ternera…
Pamuk nos cuenta en una de sus novelas algo que saben todos los vendedores ambulantes de Estambul: si quieres contentar a un cliente, dale “comida sucia”, la que con cada visita al fuego suelta nuevas oleadas de sabor profundo
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