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Lit
Siguiendo el rastro de Dolores Batista, la poeta y activista rarámuri que luchó por los derechos y por la visibilización de las lenguas indígenas mexicanas
02 Mayo 2018 12:55
Rarámuri significa “el de los pies ligeros”, pero también designa al pueblo tarahumara, una comunidad indígena de Chihuahua, al norte de México. Esa ligereza, ese pie alado, esa tradición de corredores y cuerpos atléticos es lo que internacionalmente se ha destacado siempre de su cultura. Escribir “Tarahumara” en Google supone desplegar una infinita lista de artículos en los que se narran las bondades de un pueblo que ha mantenido sus costumbres entre las picudas y hermosas montañas de la sierra que habitan. Desde ese lugar, y a pesar de las adversidades, tratan aún de reivindicar su propio arte, su propia mitología, su propia lengua o, en definitiva, su propia existencia.
Pero el viento de la Sierra Madre Occidental no empuja solo a los atletas, sino que durante siglos también se ha colado entre las sílabas de quienes con su lengua escribieron poemas y los recitaron a pleno pulmón:
“Si pudiera hablar el monte
esto es lo que nos diría:
No me quites el respiro
no me quites las piernas
ni los brazos.
Tú, el que esto hace
tu propia vida estás acabando”.
Estos versos en concreto pertenecen a la activista Dolores Batista, también conocida como Lolita, original de Ojachíchi, fue una mujer que murió demasiado joven, dejando huérfana la lucha proindígena y feminista que ocupó toda su vida. Batista siempre había estado enferma. De pequeña vivió entre hospitales y encierros, algo que quizá le permitiera conocer el silencio y la tranquilidad que más tarde le llevaría a la escritura, al estudio del español y a su pasión por la enfermería.
Cuenta el poeta Enrique Servín —uno de los pocos poetas del norte que hoy rememoran a Batista y a otros tantos autores indígenas que la literatura institucional se ha preocupado por machacar y silenciar— que a pesar de haber dejado terminados sólo diecisiete poemas propios, esta autora “es uno de los personajes indispensables para conocer la cultura chihuahuense y la literatura indígena actual”. Pero esta importancia concedida por Servín, sin embargo, no ha sido suficiente. Catorce años después de su muerte resulta prácticamente imposible leer su obra completa, escuchar su nombre en las conversaciones con jóvenes autores del país, o leer a académicos, políticos o activistas reivindicando su figura hoy.
Si bien algunos de sus textos han sido repetidamente incluidos en antologías de poesía centroamericana e indígena —basta con acercarse a algunos blogs, a algunos PDFs y revistas que circulan por la red— ni siquiera las editoriales o plataformas que la incluyen en su catálogo parecen preocuparse por su obra. Preguntados por PlayGround con la voluntad de profundizar en la historia de Batista, desde el equipo ELEM —Enciclopedia de la Literatura en México, una institución financiada por el Estado— nos invitaron directamente a “consultar sus datos biográficos en Internet”.
Sierra tarahumara
Construir un relato extenso sobre Dolores Batista más allá de las pinceladas que se pueden rastrear de ella en las antologías o revistas citadas es casi imposible. Ella, que se preocupó por narrar, traducir y escribir las leyendas y mitologías de su pueblo. Ella, que fue una de las fuentes fundamentales para la escritura del libro de Pedro J. De Velasco, Danzar o morir: Religión y Resistencia a la dominación en la cultura tarahumara (Instituto Tecnológico de Estudios Superiores de Occidente, 2008). Ella, que fue incluida en el Consejo Consultivo Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas por la ahora candidata al senado Xóchitl Gálvez. Ella, que se acordó de que México es un lugar en el que la cultura colonialista ha terminado por silenciar sus lenguas madre y que escribió un poema para hacernos ver que nuestro racismo y nuestra ceguera acabará por marchitar todas sus flores:
'We ne ‘inóma sewá aminá wasachí
jáwame.
We’kanátame sewá ne tibúma napu
ikí nilú ne neséroma napulegá semá
rewélema kéne gawíwalachi.
Usánisa makói okwá níima alé sewá
jalé e’wéli, jalé kúuchi chí lé ‘á
nasítaga leké
‘Echi sewá kó ra’íchali jú, napu
o’mána Mésiko ra’icháluwa ra’íchali
si’néame relámuli napu ikiná Mésiko
rejówe, nawajíga napuikiná epó
ayéna chó napuikiná ohké napuikiná
rihchítu, napuikiná gomítu o’mána
Mésiko nawajía lú”
“Voy a mirar las flores
que se levantan en el campo.
Cuidaré las diferentes flores
protegeré todas las que haya
para que vuelvan
hermosos nuestros montes.
Serán sesenta y dos especies
de flores unas grandes,
otras pequeñas,
no importa que sean de formas
diferentes.
Esas flores son los idiomas
que se hablan en todo México
cantando por las llanuras los idiomas
de todos los indígenas que viven en
todo México;
y por los bosques también
en las cañadas y en las riberas
cantando por todo México”.
Pero si la máxima preocupación de Batista durante su vida fue recuperar esta flora, ¿no es triste e irónico que la literatura se esté olvidando de ella? ¿No deberíamos nosotros tomar el testigo y enseñar su nombre, reproducir sus poemas, recontar sus luchas? Preguntado por estas mismas cuestiones, el poeta peruano Jorge Alejandro Vargas Prado —uno de los escritores jóvenes más interesados en difundir el quechua— aseguró a PlayGround que quizá ese era el destino de la obra de Batista: “¿y si a ella no le importaba desaparecer?”. Tal vez la obsesión por la permanencia, por el reconocimiento, por la huella, sea una cosa demasiado ajena a alguien cuya cultura se desarrolló en la tierra de la contemplación, de la lejanía y del aire. Algo, por cierto, que ya intuyó Elman Trevizo en un artículo que dedicado a Dolores Batista en 2013: “creció rodeada por el viento del pueblo chihuahuense de Bocoyna y murió envuelta por él. Fue una mujer de viento que hizo versos, y reencarnó en ellos”.
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