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¿Qué nos lleva a responder nuestros mensajes en plena noche como si de una llamada a las armas se tratara? Es una de las preguntas que plantea 'Movilización total'
14 Junio 2017 06:00
Recibes un correo en mitad de la noche. El pitido te sacude suficientemente el sueño como para que al abrir los ojos puedas ver esa lucecita parpadeante que te llama.
Que te llama.
Que te llama.
Que te llama.
Su presencia es un grito seco que retumba en tu interior. No es necesario que la veas. Sabes que está allí: reclamándote, convocándote, ordenándote que te levantes, que reacciones, que te pongas en acción.
No es un mensaje, es una leva: la notificación que has sido reclutado, que ya puedes ponerte en marcha, que la guerra ya ha empezado y que te han escogido. La presencia de esa luz intermitente te informa que luchar por la causa, trabajar para la hueste, es tu destino.
En otras palabras: tu smartphone es un instrumento para la movilización total.
“Tienes un nuevo mensaje”, ¡a las armas!
Nos comportamos como soldados a quienes despabilan en plena noche para marchar a las trincheras. A la primera notificación saltamos de la cama, abrimos el portátil y nos ponemos a trabajar.
“Movilización total” es la expresión castrense que Maurizio Ferraris utiliza para hablar de cómo los teléfonos móviles, en la era de internet y la hiperconectividad, han hecho posible esta creciente militarización del trabajo.
Se trata de un concepto heredado del filósofo alemán Ernst Jünger, quien lo utilizaba en su libro El trabajador como imagen de un nuevo cuerpo social que emergería como respuesta a la transformación técnica de la humanidad tras la guerra:
“En la misma proporción en que se disuelve la individualidad, en esa misma proporción disminuye la resistencia que la persona singular es capaz de oponer a su movilización”.
La exigencia de disponibilidad absoluta –el ‘estar en línea’ como imperativo categórico millennial– ha sido sobradamente discutida, de acuerdo. Nadamos en un mar de ensayos sobre la aceleración de la vida contemporánea, el condicionamiento social que conlleva la tecnología y el declive civilizatorio de la cultura en la era de la información.
Sin embargo, al recuperar el concepto de “movilización total”, con toda su ambigüedad, Ferraris no está recurriendo al típico análisis luddita e ingenuo que piensa en la tecnología como algo malo-malísimo que apareció alrededor del año 2000 y que, uy, ya verás cómo termina esto.
Esta idea entronca con una tradición que entiende la técnica como algo inherente al hombre, tratándola como una dimensión más de nuestra existencia (y no como una excrecencia de un presente decadente). Por ello, la pregunta por la modificación de los medios técnicos mediante los cuales nos insertamos en el mundo es, al mismo tiempo, una pregunta antropológica:
“Los nuevos medios revelan algo muy antiguo, que forma parte de la esencia misma de nuestra forma de ser humanos, así como de nuestra forma de ser sociales […] La técnica, al igual que el mito, es una revelación en la que porciones de un inconsciente colectivo no programado por nadie emergen de forma progresiva”.
“La llamada”, ahora encarnada en nuestros teléfonos de bolsillo, es una de las formas en que los humanos habitamos el mundo: los smartphones no han hecho sino aprovechar y redefinir esa disposición a la responsabilidad, a la acción, a la movilización.
Gmail ha triunfado donde Goebbels pereció
El único teléfono móvil que existió durante muchos años fue el icónico teléfono rojo. Era el inquietante acompañante del presidente de los Estados Unidos desde 1963 que, como recuerda Ferraris, simbolizaba la amenaza constante del estallido de una guerra nuclear.
El móvil fue un instrumento militar desde sus orígenes. Ahora, su función ya no es la de prevenir la guerra mundial, sino que encarna la guerra total que preconizaba Goebbels en sus discursos: una batalla que requiriera de los ciudadanos una implicación sin precedentes, que movilizara no solo los cuerpos sino también sus almas.
“¿Qué hace que un móvil triunfe allí donde Goebbels ha fracasado, y sin el sustento de una fuerza política y militar; al contrario, con el pleno consenso de los usuarios?”
Ya no es solo que el buzón de entrada de nuestro Gmail sea peor que un teniente despótico. Estamos más allá del autoritarismo: la conquista totalitaria de lo humano, a la que aspiraba Goebbels, se resuelve hoy en la conversión del ciudadano en empresario de sí mismo.
Se han borrado los límites entre vida y trabajo. Y no se trata simplemente del aprovechamiento por parte de empleadores enrrollados que con la excusa del ‘do what you love’/ ‘love what you do’ han decido que podían llevar la explotación mucho más allá de las parades de la oficina.
Es también –y quizá principalmente– la conversión de lo personal en un cometido: enviar felicitaciones por Facebook, participar con alguna bromita en las circulares de correos colectivos, responder las solicitudes de Linkedin, contestar los comentarios rutinarios en Instagram, solidarizarse con las víctimas de X o Y, mandar un mensaje deseando suerte a nuestro amigo con su examen, llamar a nuestros padres para charlar un poco, revisar el correo una última vez –solo por si acaso– y un largo etcétera.
Como resume Ferraris, se trata de la inversión del imperativo técnico en un imperativo moral: si puedes, debes.
“La moraleja es simple. Para realizar la movilización total no es necesario (aunque es técnicamente posible) disponer de apps que digan dónde estás, tan solo es suficiente la combinación de un sistema de trabajos flexibles con un aparato de responsabilización que te alcance en cualquier parte asignándote tareas. Y de un sistema de obligaciones que se vuelvan pretentorias por el único motivo de ser técnicamente posibles.”
La hiperresponsabilización en la era del doble tic
En el tiempo que he tardado en escribir este artículo he recibido más de 100 notificaciones. Más de 100 peticiones de atención, de reclamos personalizados, de llamadas a la acción: “el mensaje está destinado a ti, precisamente a ti; te alcanza. Quien lo ha mandado sabe que lo has leído.”
Respóndeme.
Respóndeme.
Respóndeme.
Al ser personal e intransferible, la movilización es también moral: la llamada nos hace responsables de ese correo aun por enviar, de esa solicitud que te cuelga de Facebook o del azul de esos tics que informan insistentemente a nuestro interlocutor de que todavía no le estamos respondiendo.
Lo que nos enseña el libro de Ferrari es que nuestra relación con los aparatos –convertidos en un gran Aparato movilizador– no puede reducirse a una explicación psicologista: no basta con hablar de adiccións a las nuevas tecnológicas o de los trastornos que su uso pueden generarnos.
Que todo quede registrado, y no podamos ausentarnos sin aceptar nuestra responsabilidad una vez estamos presentes en el tejido, muestra bien como funciona la microfísica del poder en el caso de las nuevas tecnologías.
Pero, de nuevo, nos damos de bruces con nuestra realidad antropológica: nuestra vida social depende de nuestra capacidad de recordar, memorizar, registrar. La dominación que implica la movilización total, tanto en el plano físico como en el moral, no resulta solo de la configuración posmoderna de lo social, de la transformación rápida e inapelable hacia una cultura postindustrial.
La fuerza de la llamada trasciende nuestra dependencia informativa de Twitter tanto como nuestra pulsión narcisista por autoexponernos en las redes. Nuestra configuración como seres sociales depende de las técnicas humanas que las nuevas tecnologías no hacen sino perfeccionar.
De modo que sí, en responder ese correo nos va la vida. O por lo menos nuestra existencia como animales políticos.
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