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En el albergue de la Gran Familia vivían 458 menores hacinados en celdas con candados, obligados a mendigar, abusados sexualmente. Eduardo Verduzco es uno de los jóvenes que fueron rescatados en 2014 y aún sigue buscando justicia
05 Febrero 2018 15:27
Las primeras notas en la prensa local llegaron al día siguiente. “Agentes Federales rescatan a 458 niños de albergue en Michoacán”, decía uno de los titulares. 278 niños, 174 niñas, 138 adultos entre 18 y 40 años y también 6 bebés de entre 2 meses y 3 años de edad fueron liberados el 15 de julio de 2014 del conocido como albergue La Gran Familia, una casa hogar de la ciudad de Zamora, en Michoacán. La institución privada estaba dirigida desde hace más de 6 décadas por una sola mujer: Rosa Verduzco.
Rosa Verduzco, Mamá Rosa o, simplemente, La Jefa, eran como se conocía a esta anciana vestida siempre con una camisa blanca, una falda de cuadros rojos y un jersey con el logo de La Gran Familia bordado en el pecho. En apariencia afable, se dice que Mamá Rosa adoptó y cuidó de más de 4.000 niños desamparados o de familias desestructuradas. Una labor filantrópica con un reverso oscuro.
Pronto se empezaron a conocer detalles truculentos de la vida dentro del hospicio. Los niños hablaron y denunciaron ante la justicia los abusos que allí se cometían. También surgieron los testimonios de otros de sus “hijos” que decían que Mamá Rosa era dura pero justa. Una carta de 25 intelectuales en el que defendían la labor de la anciana. Fotografías que desvelaban las condiciones infrahumanas del albergue. Manifestaciones a favor y en contra. Pese a todo, el albergue se cerró y seis de los guardas fueron condenados a penas de prisión.
Ahora, tres años más tarde, el caso de La Gran Familia ha vuelto a salir a la luz gracias a una petición iniciada en la plataforma change.org. Uno de los integrantes de La Gran Familia ha querido romper un silencio de casi 4 años para pedir justicia y reparación para él y el resto de sus hermanos. Esta es su historia.
Interior del albergue en el momento del rescate
“Me llamo Eduardo Verduzco Verduzco, tengo 22 años, estoy bajo protección del PGR, vivo en una fundación y reclamo justicia”, dice en una conversación telefónica. “Soy del poblado de Xicotepec de Juarez Puebla. Sufrí violencia intrafamiliar por parte de mi madre y a los 10 años huí a Ciudad de México”, relata. Allí fue acogido por un vendedor de comida callejera que abusó de él durante un año. A los 11 años, Eduardo se volvió a escapar y llegó al Estado de México. Tras un año viviendo en la calle, se entregó al Sistema Nacional para el Desarrollo Integral de la Familia, una institución social para chavales sin familia. “Me metieron en un centro de rehabilitación para alcohólicos y drogadictos donde duré 2 meses y de allí, una noche llegaron dos trabajadores sociales y me mandaron al albergue de Mamá Rosa”, recuerda.
Cuando llegó allí, Eduardo creía que iba a tener mejor vida. “El primer patio lo pintaban como algo bonito, con clase, músicas y orquestas. Pero no fue así. Mi primer día fue lo más cabrón que he vivido y fue entonces cuando aprendí cómo funcionaban las cosas”. Los trabajadores sociales le dieron la patria potestad a Mamá Rosa y ella le registró bajo sus apellidos. Esta era una práctica habitual en el hospicio, donde incluso los padres que entregaban a sus hijos se veían obligados a firmar un acta notarial en la que otorgaban la custodia de sus hijos a Rosa Verduzco y aceptaban que estos fueran internados hasta la mayoría de edad en la casa hogar.
Las habitaciones de la Gran Familia
Eduardo pasó al segundo patio donde se ubicaban las habitaciones. Se les llamaba piezas y eran cuartos chiquitos donde tenían que caber de 10 a 20 personas. “Con barrotes como las cárceles, no había ventanas”, explica Eduardo. Allí, en ese segundo patio, veías a los chavos tatuarse, otros peleándose, pero nadie decía nada. A Eduardo le raparon totalmente, le dieron un uniforme donde ponía La Gran Familia, una cobija y un colchoncito de esponja “menos de la mitad que un colchón normal”. Las habitaciones se encontraban sucias, con basura en el suelo y graffitis en las paredes. El baño era apenas un cuadrado de baldosas donde los jóvenes tenían que hacer sus necesidades. Había candados en las puertas y un cuidador, al que llamaban el Cabezón, era el encargado de controlar que nadie se escapara.
Los propios jóvenes tenían que limpiar las instalaciones
Las clases no eran mucho mejor. A Eduardo le reubicaron en el aula de primaria, en el grupo B de por las tardes. “Había una maestra, Melina se llamaba, que nos pegaba con un palo de escoba para que aprendiéramos a estar callados”, recuerda Eduardo. La Gran Familia se vanagloriaba de enseñar música a los jóvenes del internado. Había un coro y una orquesta, y muchos niños aprendían a cantar y a tocar un instrumento. “Le cantábamos a la gente del narcotráfico, a gente poderosa de este país e incluso llegamos a dar conciertos en Bellas Artes, uno de los teatros más importantes de Ciudad de México”, recuerda Eduardo. Mamá Rosa conseguía fondos de dichas actividades y también de la mendicidad. “Todos los 3 de diciembre nos sacaba custodiados a pedir dinero a la calle, ella lo llamaba el kilómetro de plata”.
El hospicio también recibió entre 2009 y 2013 820.286 pesos por parte de la Secretaría de Educación Pública y de la de Desarrollo Social, según informaba la Comisión de Fomento a OSC. En 2010, por ejemplo, el albergue recibió donaciones anónimas por valor de 2.540.000 pesos y gastó poco menos que 1.800.000, según el portal Fondos a la Vista.
Otra de las piezas donde se hacinaban los menores
“Mis primeros días fueron de aprendizaje de cómo se vivía ahí dentro. No recuerdo mucho las fechas pero sí que tengo cosas marcadas. Como, por ejemplo, cuando Vicente Félix Durán abusó sexualmente de mí. Me sacó de solfeo, me metió a limpiar la pieza y allí abusó de mí”, recuerda Eduardo. El joven también recuerda las dos veces que intentó escapar del hospicio y las palizas que recibió por ello.“Cuando me escapé fue la propia policía municipal del estado de Zamora en Michoacán los que me agarran y me llevan al albergue”, explica. En una de las ocasiones Eduardo fue encerrado dos meses en un cuartito pequeño llamado El Pinocho que servía como celda de castigo para aquellos que se portaban mal.
Al cabo de casi seis años de estar allí, la mañana del 15 de julio de 2014, todo cambió. A raíz de las denuncias de un grupo de padres, la Procuraduría y la Fiscalía decidieron intervenir. “Eran las diez de la mañana y nosotros estábamos en el segundo patio. Entró un señor del PGR y empezamos a ver hacia arriba a un montón de policías, agentes especiales encapuchados. Entran y lo primero que nos dicen es que venimos a rescatarnos, nos cuentan uno por uno y abren con unas tenazas los candados. No estaban preparados para lo que iban a encontrar ahí dentro, 600 personas. Ellos mismos se pusieron a limpiar”, recuerda Eduardo. “La gente que no teníamos familia no salimos de allí hasta agosto. Nos dijeron que a qué estado queríamos ir, nos tenían que reubicar en familias, fundaciones y todo ese rollo”, añade.
Alguna de las escenas que se encontró la policía
Entre los delitos que investigaba la PGR se encontraban la trata de personas, los abusos sexuales, la trata de personas con fines de mendicidad forzosa y otros crímenes semejantes, así hasta alcanzar las 150 denuncias.
Se detuvo a 6 colaboradores de Mamá Rosa. De ellos, 4 salieron en libertad bajo fianza y dos acabaron en prisión. Rosa Verduzco nunca fue encarcelada, ya que un dictamen médico la consideró inimputable debido a su deterioro físico y cerebral.
A partir de ahí salieron a la luz las diferentes denuncias presentadas contra el albergue durante todos esos años. Estas se remontaban a hacer más de 20 años y salían cada cierto tiempo en la prensa local.
“El albergue había tenido denuncias previas, es por eso por lo que en la petición yo demando al estado de Michoacán. Si ellos hubieran atendido mis peticiones 15 años antes o 20 años antes que estaban estas denuncias, yo no habría pasado por ello. El estado me tiene a mí que indemnizar por todo lo sufrido. Si ellos hubieran hecho su trabajo yo no estaría aquí contándote esto”, denuncia Eduardo.
Tras abandonar el albergue, Eduardo se mudó a la Ciudad de México. “Mi futuro era incierto porque ninguna institución se iba a hacer cargo de mí por ser mayor de edad. En Ciudad de México empecé a trabajar en una empresa de limpieza y renté un pequeño cuarto a las afueras. Declaré en el juicio contra Mamá Rosa, no recibí ningún tipo de indemnización. Se abrió un fondo que aprobó el Senado de la República para que nos apoyaran durante seis meses con ayuda psicológica, pero las instituciones no hicieron nada por nosotros”, remarca.
Insectos y basura por los rincones del hospicio
En 2016 la PGR se declaró incompetente para dar seguimiento al caso por lo que pasó el testigo a la Procuraduría General de Justicia del Estado de Michoacán. Esta institución anunció que sería responsable de continuar la investigación de los hechos delictivos cometidos en el albergue. Desde entonces, no se han producido avances significativos en las investigaciones. En noviembre de 2017, la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) anunció que mantiene abierto un expediente sobre el caso.
Sin embargo, las cosas se mueven demasiado lentas. Es por ello que Eduardo ha puesto en marcha esta petición que lleva ya casi 60.000 firmas. En ella, dirigida al presidente Enrique Peña Nieto; al gobernador de Michoacán, Silvano Aureoles; y a la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas (CEAV) pide que se “presente un informe donde se esclarezcan los avances del caso”. Asimismo, Eduardo exige "que informen y se haga pública la atención han recibido las víctimas". Es decir, la atención psicológica, la ayuda económica y la reparación de daños necesaria para los más de 500 hijos de la oscura Mamá Rosa.
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