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Los hijos de los esclavos luchan por mantener su memoria en Brasil

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Los más radicales fieles de las iglesias neopentecostales expresan abiertamente su rechazo a los cultos ancestrales africanos en el país

Germán Aranda

07 Abril 2017 12:36

Los restos de huesos y una vara para marcar cuerpos a fuego cuentan la historia del mayor cementerio de esclavos de América Latina, en Río de Janeiro.

Pero el museo que los acoge en el centro de la ciudad, el Instituto Pretos Novos (IPN), esá en peligro. El Ayuntamiento de la ciudad, sumido en la crisis post-olímpica, decidió retirar sus ayudas. También lo hizo la constructora Odebrecht, en el ojo del huracán de uno de los mayores escándalos de corrupción del mundo.

Alrededor de un millón de africanos que fueron esclavizados en la región portuaria de Río, uno de los mayores mercados de esclavos entre 1769 y 1888, cuando se abolió la esclavitud en Brasil.

A día de hoy, la ONG Walk Free Foundation estima en 155.000 las personas que viven en condiciones análogas en el mayor país sudamericano.

Para el pueblo negro brasileño, aún hoy segregado a pesar del mito de país mezclado, la memoria de los esclavos resulta fundamental para entender y combatir el presente.

En barrios ricos como Ipanema, es todavía común encontrar a mujeres negras como empleadas domésticas y a hombres de color trabajando de camareros más que como vecinos. En las favelas, sin embargo, la piel oscura predomina: la desigualdad heredada del colonialismo se perpetúa.  

Los negros por ejemplo, son asesinados más que los demás: su tasa de homicidios (36,9 cada 100.000 habitantes) es cuatro veces mayor que la de los blancos, con un 9,6.

De una reforma en casa a un museo único

En 1996, Ana de la Merced, vecina del barrio portuario de Gamboa, descubrió restos de huesos mientras hacía una obra en el patio de su casa. “Primero pensé que eran perros, luego un hombre, luego una familia entera, estaba asustada. Así, hasta que un arqueólogo me dijo que se trataba de un hallazgo histórico”.

Desde el hallazgo, el Ayuntamiento prometió un estudio que hasta hoy no ha realizado. Entonces, la propia Ana empezó a ponerse en contacto con académicos y, unos años después, en 2005, creó el instituto. Hoy es una referencia internacional por donde cada día pasan historiadores, arqueólogos y estudiantes de varios países que quieren estudiar la mayor prueba de la esclavitud en Río.

Las ayudas que el consistorio decidió prestar en 2010, cuando empezó la profunda reforma de la zona portuaria, fueron retiradas a principios de este año. Lo mismo sucedió con Odebrecht, que patrocinaba los talleres y exposiciones que se daban en la institución y que acogían cada año a 2.900 personas. “En verdad, son incluso más, porque muchos son profesores que después exportaban ese aprendizaje”, matiza De la Merced.

El Ayuntamiento daba unos 110.000 reales por año (unos 35.000 dólares) y Odebrecht 160.000 (algo más de 50.000 dólares). Con eso podían mantener su actividad. Esos 85.000 dólares anuales son 10.000 veces menos de lo que costó el mastodóntico Museu do Amanha del arquitecto Calatrava (que alcanzó los 90 millones de dólares). Este se encuentra a escasos metros del instituto, y sirve a muchos como una muestra sobre el olvido del pasado y la preocupación por un futuro suntuoso.

En cuanto se frenaron las donaciones públicas y privadas, los voluntarios y académicos que allí trabajan avisaron de la posibilidad de cerrar e iniciaron una campaña bajo el hashtag #ipnresiste. Esta ya ha dado sus frutos: consiguieron donaciones particulares y que el gobierno local se comprometiera a restablecer parte de los pagos. “Es para que nos callemos, no porque les interese”, afirma resignada De la Merced.

Capoeira, candomblé y prejuicios

La ancestral cultura de los esclavos se manifiesta aún hoy de múltiples maneras en el quilombo de Camorim, a 20 kilómetros del museo, y por todo Brasil: las religiones sincréticas del candomblé o la umbanda, el baile del jongo, la danza-arte marcial de la capoeira, etc. También la feijoada, uno de los platos más típicos de Brasil, la inventaron los esclavos cocinando los restos de carne que sus amos desechaban.

Francisco es el 'padre de santo' de candomblé del quilombo de Camorim. Un quilombo es como se conocen las comunidades fundadas por exesclavos cuando huían o una vez fueron liberados tras la abolición de 1888. El de Camorim, que fue reconocido en 2014 después de muchos años de lucha por la preservación, se encuentra en un enclave intermedio entre la más frondosa selva tropical y enormes edificios que crecieron en los últimos años cerca de la Villa Olímpica.

"El candomblé se basa en la relación con la naturaleza. Aunque no creas en tus santos, todo el mundo tiene sus orishás (las figuras sagradas del rito que evocan a deidades relacionadas con la naturaleza)", cuenta Francisco, fumando un cigarro detrás de otro.

En su templo, que frecuentan unas cien personas —la mayoría negras— de los aledaños, se apilan diferentes símbolos indescifrables del candomblé. Asegura que la primera vez que se le pasó por la cabeza dejar de ser líder espiritual, le atropelló un coche. Y en la segunda, le dio un infarto.

Francisco asegura que se lleva bien con la mayoría de sus vecinos evangélicos. Pero en Camorim, la llegada de familias de otros puntos de la ciudad y del estado de Río, creciente en los últimos años debido al boom de la ciudad olímpica, no sólo ha traído grandes edificios y especulación ganando terreno a la naturaleza y sobreponiéndose a restos arqueológicos del esclavismo.

En la comunidad se erigen hoy hasta 27 iglesias evangélicas. Sus fieles son bastantes más que las 20 familias de descendientes esclavos que aún quedan en Camorim desde sus orígenes. En 2000, eran 780 familias y la mayoría de la población de la comunidad.

También han crecido las agresiones verbales, “por suerte ninguna física”, a quienes practican candomblé o la capoeira. Los más radicales fieles de las iglesias neopentecostales, “no todos”, expresan abiertamente su rechazo a este tipo de cultos.

“Es rutinario que nos digan que eso son cosas del demonio”, lamenta Adilson De Almeida. Jardinero, maestro de capoeira y activista por la memoria histórica del movimiento negro, es el guardián del quilombo de Camorim. Cuenta también que ha sufrido racismo en el pasado, cuando le vetaron de un empleo de jardinero por usar rastas cuando ya había sido seleccionado.

En Brasil se registraron 300 denuncias por intolerancia religiosa en 2016. Es habitual que las religiones africanistas sean víctimas de estos ataques. En 2015, una niña de 11 años recibió pedradas en la cabeza de radicales evangélicos al salir de un culto de candomblé.

Aunque la esclavitud fue abolida hace 129 años en Brasil, la violencia y la desmemoria persiguen a los afrodescendientes. Esta semana, el líder de la extrema derecha brasileña Jair Bolsonaro (segundo en las encuestas para la presidencia de 2018), aseguró en un acto que los quilombolas "no sirven ni para procrear".

Ante este tipo de ataques y discriminación, el museo y los quilombos son armas para mantener viva la llama de un pasado que nunca debería repetirse.

“No queremos un circo de los horrores”

En el interior del Instituto Pretos Novos apenas hay un par de fosas comunes expuestas. Pero sus responsables calculan que los restos de unos 60.000 esclavos podrían estar bajo el suelo de los barrios portuarios de la ciudad y, en concreto, en el entorno del museo.

“No hace falta excavar más, sino esto se convertiría en un circo de los horrores y no queremos eso”, explica De la Merced, partidaria de no remover a los muertos.

Lo que está confirmado por registros oficiales es que allí fueron enterrados 6.122 esclavos entre 1824 y 1830. Pero parece claro por la cantidad de esclavos que por allí pasaron que la cifra se estira mucho más.

Al tiempo que las autoridades locales retiran el dinero para el IPN por la crisis económica, prometen la construcción de otro museo de los esclavos en el mismo barrio. El propio vecindario en sí es un museo a cielo abierto de este “crimen contra la humanidad” que fue el esclavismo, recuerda De la Merced.

El cais do Valongo muestra las ruinas y el anclaje del puerto adonde llegaban los barcos negreros en el siglo XIX. Allí se encontraron trozos de calzado

s de esclavos y caracolas que eran usadas en rituales religiosos, así como unas joyas de fibra de palmera que vestían las esclavas.

A pocos metros, están la Pedra do Sal y sus escaleras talladas por los esclavos en una roca, que utilizaban para descargar las mercancías.

Ese lugar es hoy un escenario emblemático de conciertos de samba, música por cierto inventada por los negros y cuya herencia africana es directa. O sea, que si hay samba es gracias a los esclavos.

Jugando entre calaveras de antepasados

El centro de Río no es el único lugar donde se han encontrado restos humanos de esclavos. A 30 kilómetros de allí, en medio de la mayor selva urbana del mundo, dentro de la Floresta da Tijuca en el barrio de Jacarepaguá, De Almeida explica que, cuando era pequeño, se encontraba calaveras delante de la iglesia colonial del siglo XVII que preside la plaza de la comunidad mientras jugaba.

“A veces bromeábamos: mira, tu tatarabuelo”, cuenta.

Una muestra de lo mucho que hay aún por descubrir del pasado esclavista de Río es el hecho de que la arqueóloga Silvia Peixoto haya encontrado en el quilombo de Camorim, en los últimos meses, decenas de cerámicas indígenas y africanas que “podrán dar más información sobre los esclavos que trabajaban aquí”. Ella aún estudia los vestigios en el Museu Nacional de Río, donde trabaja en su doctorado, y no puede dar más informaciones por el momento.

“Aquí” era un complejo con 13 centros de producción de azúcar que funcionaba ya en 1625. Los mismos esclavos que trabajaban la caña construyeron la iglesia colonial.

De Almeida cuenta orgulloso que el camino que pisamos en medio de la selva y a pocos metros de su comunidad fue trazado por esclavos que huían. Y que hay relatos de que la gruta que encontramos a medio camino les servía como un refugio para esconderse. O que en lo alto de la montaña aún hay restos de las casas de los primeros quilombos y de un muro de protección.

Igual de orgulloso está de que su abuela le contara, por los relatos de su tatarabuelo, que sus antepasados volvían al poblado a robarle ganado y comida a los amos después de haber huido de su yugo. Ahora, la situación es diferente. Pero sin dinero y arrinconada, la memoria de la comunidad que más sufrió los años de esclavitud podría desvanecerse.

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