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'Stranger Things 2', una secuela sobre las dificultades de ser un buen padre

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Los niños de 'Stranger Things' se convierten en personajes secundarios durante la secuela de la que, antaño, fue su serie

víctor parkas

03 Noviembre 2017 06:00

Los personajes de Stranger Things son como familiares en cuarto grado de consanguinidad: los ves una vez al año, pasas un fin de semana muy intenso con ellos y, a no ser que tengan apodos numéricos, apenas recuerdas sus nombres una vez se marchan. Esa es la sensación, por lo menos, que deja el binge-watching de Stranger Things 2: la secuela del éxito televisivo, pese a sus numerosos aciertos, no logra vehicular una historia con la que implicar emocionalmente a su audiencia.

O, al menos, no logra vehicularla a través de sus personajes infantiles.

Tras el estreno de Stranger Things, Will Byer y su pandilla saltaron de la pequeña pantalla que les proveía Netflix a los frontales de las revistas de tendencias. Eleven, una Millie Bobby Brown de tan solo 13 años, empezó a ser cosificada en magazines de moda. Los infantes, a su pesar, se convirtieron en objetos pop de chapa y figurilla funko pop. Dejaron de ser protagonistas de su serie para convertirse en los personajes principales de la misma.

Como si Ellen Ripley se convirtiese en alien. Como si Billy Petzer se despertase siendo un gremlin. Como si Victor Frankenstein se convirtiera en su monstruo.

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Stranger Things 2 se ha contaminado de esa mascotización: durante los nueve capítulos de esta segunda temporada, y pese a un exuberante despliegue de efectivos –demoperros, bates con clavos, el Whip It de DEVO–, digerimos los conflictos de Mike, Dustin, Will, Lucas y Eleven como deglutiríamos un concurso de belleza canina –uno en el que la mayor atracción son, para mayor tragedia, los neones de la pasarela.

¿Cómo resisten ocho horas de ficción televisiva, pues, a una deserción de ese calibre? Stranger Things 2 ha sabido hacer de esa falta de comparecencia una oportunidad: para constituir una nueva alineación protagónica, los Hermanos Duffer se han servido de Joyce, Jim; de los recién llegados Bob, Neil y Terry. Stranger Things 2 ha terminado siendo, en resumen, una serie sobre padres ausentes, agresivos e incapaces. Sobre padres sustitutos. Sobre padres negligentes.

En Stranger Things 2, vemos como Jim Hopper, cuya background incluía haber perdido una hija, se ha convertido en el tutor para-legal de Eleven. Conoceremos también a la madre de la niña, Terry Ives, a quién el estrés post-traumático ha dejado en estado de shock. ¿Qué hay de Joyce Byers? El personaje de Wynona Rider ha aumentado sus niveles de hipocondría, siempre alerta por lo que pueda ocurrirle a su hijo Will.

En Stranger Things 2, la asfixia del peso paterno es tan severa que puede localizarse incluso en forma de remanente. En ese sentido, hay una especie de aura que, por ejemplo, rodea la agresividad de Billy Hargrove: las maneras del nuevo abusón de Hawkins invitan a elucubrar con un maltrato infantil previo. La recta final de Stranger Things 2 confirmará esa sospecha: Neil Hargrove aprovecha la única escena que le reserva la serie para agarrar y abofetear a su hijo, ante la presencia incómoda pero cómplice de su madrastra Susan.

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De algún modo, la serie explora lo que es ser un trasunto de padre; un padre suplente. Ése es un papel que, además de Susan o de Jim, se ve interpretando también Bob Newby. El novio de Joyce en la serie adopta no solo el rol de pareja sentimental despreocupada, sino también el de la figura paterna que lo prosaico negó a Jonathan y Will Byers –en esa empresa, Newby se encargará tanto de prestar su videocámara a los chicos como de dejarse fagocitar por seres de Mundo del Revés.

Que el mayor sacrificio en Stranger Things 2, el equivalente a la congelación en carbonita de Han Solo, el equivalente a la fundición del T-800 en Terminator 2, tenga como sujeto pasivo a alguien que ha superado de largo la cuarentena no es otra cosa que un pico máximo de fiebre. ¿Las razones de tanto sudor frío? Stranger Things, lo que ha priori se supone una franquicia de terror pre-adolescente, ha sufrido un envejecimiento prematuro.

Y es que, si bien la serie nunca ha escondido su ambición de producto multigeneracional (incluso deja espacio a las hormonas teen con el triángulo amoroso Jonathan-Nancy-Steve), los personajes de Stranger Things 2 que disfrutan de un mayor arco dramático son –o quieren volver a ser– padres: Joyce Byers y Jim Hopper deben aprender, en el devenir de la serie, a enfrentarse con los demonios que acechan a sus hijos y, a la vez, oxigenar la autonomía de Will y Eleven. Con matar al Demogorgon no basta: hay que tolerar, también, la escapada punk y el baile tórrido de prom night.

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Bajo su inalterable fachada de pastiche ochentero, Stranger Things 2 ha decidido que ya no solo quiere apelar a los que crecieron en esa década mediante el guiño estético; ya no basta con Punky Brewster emitiéndose en una tele de tubo, o con colgar un póster del Kill'Em All de Metallica. Los Duffer, sabiendo que buena parte de su público objetivo ya prepara biberones y pone pañales, ha decidido, al menos por esta temporada, explorar los potenciales paterno-filiales de su serie.

En un extraño juego de espejos, la escena que mejor resume este viraje en Stranger Things es aquélla en la que, antes de salir a la calle vestidos de Cazafantasmas, los niños son inmortalizados por sus mayores. Aunque Mike, Will, Dustin y Lucas posan felices, el auténtico alborozo está tras las cámaras, en la cara y los ojos vidriosos de los actores que dan vida a sus padres. Éstos, a diferencia de los pequeños, y por una mera cuestión generacional, no necesitan fingir que conocen a Peter Venkman para memorizar una línea de diálogo; mientras unos trabajan, otros disfrutan de placeres que, al menos por esta vez, solo pueden definirse como adultos.

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