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Opinión
La revolución de los arrogantes
/OPINIÓN/ "Como suele pasar, los intelectuales están más preocupados por la aplicación de sus ideas que por la solución real de los problemas" #hechosalternativos
“Es precisamente ahora y solo ahora, cuando en las regiones hambrientas la gente está comiendo carne humana, y cientos, sino son miles, de cadáveres se acumulan en las carreteras, cuando podemos (y por lo tanto debemos) llevar a cabo la confiscación de los bienes de la iglesia con la más salvaje y despiadada energía [...] Cuanto mayor sea el número de representantes del reaccionario clero y la burguesía reaccionaria que conseguimos ejecutar por esta razón, mejor”. No es Stalin sino Lenin. La cita la menciona el escritor británico Martin Amis en un artículo en el New York Times. La extrae de The Unknown Lenin: From the Secret Archive, editado por el historiador Richard Pipes.
Amis intenta desmentir el mito, que ha comprado parte de una izquierda que rememora estos días la revolución, de que la Revolución bolchevique fue una buena idea en su comienzo, y que solo se fue al traste por culpa de Stalin. “Era una mala idea desde el inicio, y una que se impuso con una arrogancia, pedantería, dinamismo y horror inimaginables”. Pipes, autor de la obra canónica La revolución rusa (Debate), hace una distinción, como explican en este artículo en Revista de Libros, que hace buena parte de los académicos de la revolución: “la de febrero de 1917 en Petrogrado, que determinó la abdicación de Nicolás II, sí fue una revolución, pues en ella confluyeron un malestar social difuso y los designios encontrados de todas las fuerzas políticas, coincidentes, no obstante, en desembarazarse del zar. Pero la de octubre de ese mismo año, fue un golpe de Estado, urdido a caballo de una anarquía social creciente y aterradora y desde el más absoluto desprecio a los intereses de Rusia como nación”.
Los bolcheviques se aprovecharon de la quiebra del Estado, ya en mínimos por la Primera Guerra Mundial, y dieron un golpe contra una Asamblea Constituyente que intentaba gobernar la pluralidad de propuestas democráticas contra el zarismo. No fue, por lo tanto, un golpe espontáneo de unas masas descontentas. Como escribe Manuel Arias Maldonado, “es difícil encontrar ejemplos de revoluciones donde las masas hayan actuado espontánea y concertadamente, sin mediación alguna, para derriba al poder existente.” Arias hace hincapié en algo que criticaron muchos socialistas democráticos de la época: el contraste entre “los grupos sociales agraviados, que pueden verse satisfechos si el sistema procura mejoras concretas a su situación particular, y unos intelectuales que las rechazarán en nombre de sus demandas universales: solo cambiará algo si todo cambia.” Como suele pasar, los intelectuales están más preocupados por la aplicación de sus ideas que por la solución real de los problemas.
En un artículo en Letras Libres, el historiador Juan Francisco Fuentes dice que el economista Keynes afirmó que “Lenin tenía muy poco de Bismarck y mucho de Mahoma. Una delegación del partido laborista inglés había llegado a una conclusión parecida en 1920. Su férreo voluntarismo y su fe mesiánica en la victoria inspiraron estas y otras caracterizaciones del leninismo como una religión política, más que como versión actualizada y rusificada del marxismo.”
En un demoledor ensayo en Dissent, Mitchell Cohen busca desmitificar la revolución desde el socialismo democrático. Piensa que todavía existe en la izquierda la idea de que Lenin, como Stalin fue mucho más paranoico y represor, está libre de culpa: “el récord bolchevique entre octubre de 1917 y la muerte de Lenin en 1924 habría satisfecho a cualquier régimen de derechas: prácticamente todos los partidos y movimientos de izquierdas fueron aplastados. Esto fue antes de Stalin.”
Cohen hace hincapié en la disidencia de socialistas como Yuli Mártov, que tenía una estrategia de unir a todos los partidos socialistas en un gobierno en la Asamblea Constituyente. Mártov afirmó que Lenin y Trotsky (no salva a este último del grupo de dogmáticos y extremistas, a pesar de que por sufrir la persecución del estalinismo su figura ha sido blanqueada) “repudiaban el ‘parlamentarismo democrático’ de la sociedad burguesa, pero no los ‘instrumentos de poder estatal’ -la burocracia, la policía, el ejército- que servían como contrapeso en una sociedad burguesa”. Es decir: si la opresión es nuestra, está bien. Cohen también cita a Rosa Luxemburgo, una pensadora socialista imprescindible. Sus reflexiones sobre 1917 (la editorial Página Indómita acaba de publicarlas) son esenciales para comprender una revolución que comenzó defraudando: “Libertad solo para los que apoyan al gobierno, solo para los miembros de un partido —aunque sea muy numeroso— no es libertad. La libertad es siempre y exclusivamente libertad para los que piensan diferente.”
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