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Lit
Una historia siniestra que ya está vendiendo más que Paul Auster o Ken Follet
30 Noviembre 2017 06:00
Empecemos con una escena.
Estamos en un pueblo sin nombre, alejados de las casas, en medio del campo. Un tiempo histórico indeterminado, casi mítico. Es de noche y vemos un grupo de figuras humanas que se apiñan en torno a un fuego. Algunas están sentadas en una mesa, otras en el suelo. Nos acercamos un poco más y descubrimos que los hombres que están en la mesa no tienen cara. La orografía de su rostro es indefinida: les falta la nariz, su frente está carcomida, no tienen orejas. Solo un orificio deshecho en lugar de una boca. Comen con las manos en la mandíbula para que la carne cruda que están devorando no se les caiga por los descosidos de su piel.
Giramos la vista y quienes están en el suelo son únicamente mujeres embarazadas, todas con una venda en los ojos. Te dicen que llevan los ojos tapados para que las criaturas que anidan en su interior no vean a los hombres que tienen enfrente, para que no empiecen a parecerse a ellos. En este preciso instante, cuando ya estamos muy cerca, todas las mujeres se levantan, bailando cada una en solitario, cabizbajas y murmurando para sí.
Acción-reacción: una tormenta estalla sobre vosotros y todo el mundo sale corriendo. Solo queda el olor a brasa apagándose, a ceniza empapada.
Este universo siniestro y atávico no es una ensoñación traviesa de David Lynch en Twin Peaks, aunque parezca evocar los tramos más oscuros de su última temporada. Se trata, por el contrario, de una de los primeros pasajes de La muerte y la primavera, de Mercè Rodoreda. Una novela “inacabada pero no incompleta” —como sostiene Eduardo Jordà, traductor al castellano—, publicada póstumamente en 1986 y que acaba de ser reeditada por Club editor. Sorprende, sin embargo, que en su segunda semana en las librerías, este libro extraño —que gravita entre la delicada lírica de su prosa y el violento surrealismo de un mundo asfixiante— está vendiendo más ejemplares que Ken Follett o Paul Auster.
Mercè Rodoreda
Quizá, para quien no sepa quién fue Mercè Rodoreda, esta mezcla de informaciones les dirá muy poco. Una novela de ciencia ficción, ultraviolenta y oscura, revienta el mercado: ¿dónde está la noticia?
Pues bien, la noticia está en que hasta ahora, para la gran mayoría de sus lectores, Mercè Rodoreda era solamente una lectura obligatoria de instituto, una de esas aburridas autoras canónicas que escriben en blanco y negro sobre intrincadas sagas familiares, sobre la guerra civil, sobre las penurias de la posguerra.
En resumen: zzzzzz.
En Catalunya fuimos muchos los que crecimos con el costumbrismo de La plaça del diamant, Mirall trencat o El carrer de les Camèlies, quizá sus tres obras más conocidas. Para nosotros las novelas de Rodoreda eran esos tapetes raídos de casa de los abuelos, sus figuras de cerámica kitsch, los estampados horribles de ese mantel viejo que se negaban a tirar. Era la quintaesencia de una literatura cursi e intimista —teníamos 16 años—, llena de lamentos y quejidos: algo que no queríamos leer.
Además, por si fuera poco, sus novelas se han ido adaptando en forma de series o telefilms, sometidas así a la retórica visual del cine de tacitas, a los diálogos inocentes, a los planteamientos planos. Y si bien sabíamos que la autora había coqueteado con el género fantástico, habia sido solamente para introducir ángeles, ángeles de la guarda. Su simbolismo blando había permeado definitivamente nuestro imaginario. Rodoreda era casi un estado de ánimo, un abatimiento que te sobrepasaba simplemente con escuchar su nombre: la Rodoreda.
La culpa era nuestra, por supuesto. De los que no habíamos sabido ni querido releerla. De los que no habíamos aparcado nuestros prejuicios —que, no por casualidad, tenían que ver también con el imaginario femenino de sus novelas: la casa, la maternidad, la crianza—. No podemos culpar a la escuela, a las lecturas obligatorias. Habíamos redescubierto el Don Quijote y Solitud, a Laforet y a García Márquez. ¿Por qué no podíamos hacerlo con Rodoreda? La culpa era nuestra.
Sin embargo, la reedición de La muerte y la primavera ha llegado para redimirnos.
Su éxito no radica tanto en la ventas, aunque también, sino en la pregunta que todas las reseñas están obligadas a formular y a responder: ¿este univero onírico, turmentado y brutal es también la Rodoreda? ¿Estamos ante una monstruosa -y grata- excepción o realmente la estábamos leyendo muy mal? En otras palabras: La muerte y la primavera, una novedad para la mayoría de lectores, especialmente para el público en lengua castella, está cambiando la percepción que hasta ahora teníamos de una de las escritora catalanas más importante del s. XX.
Mercè Rodoreda
Hablar de la novela en sí es prácticamente imposible. Se la compara con las obras de Artaud, de Kafka, de Pasolini y se niega que pueda adscribirse a ningún género. Algunas de las interpretaciones más importantes han querido llevarla al terreno del ocultismo y lo esotérico, pero en opinión de Arnau Pons, el editor del posfacio que acompaña la reedición, estamos ante una obra "antimítica, iconoclasta, un tratado político, un grito a la libertad de hacer y de penar, a no dejarse dominar."
Construida en pequeños capítulos de apenas cinco páginas cada uno, la historia de esta novela no se remonta a un "había una vez..." sino a un "llovió sangre. Y así empezó todo". La muerte y la primavera es un ejercicio de introspección, un hurgar en el inconsciente hasta dar con algunas imágenes que obsesionaron a Rodoreda más allá de su escritura. Quizá la más potente sea la de morir por ingestión de cemento: que nos obliguen a engullir esa masa viscosa y pesada para que el alma no pueda escaparse.
"Yo acabaría encerrado en ese árbol con la boca llena de cemento mezclado con tierra roja y con el alma entera dentro... Porque, ¿sabes?...decía el herrero, con el último alieto, sin que nadie se dé cuenta, el alma huye. Nadie sabe dónde va."
La novela ha de leerse como una relfexión sobre dos conceptos que no pueden desligarse: el sexo y la muerte. "El erotismo", dijo Georges Bataille, "es la ratificación de la vida hasta en la muerte. La sexualidad implica la muerte no sólo porque los recién llegados prologan y sustituyen a los desaparecidos sino porque la sexualidad pone en juego la vida del ser que se reproduce".
Visto de esta perspectiva quizá es más fácil entender en qué sentido se ha dicho que a pesar del carácter fantástico de la novela, esta es la obra más autobiográfica de Rodoreda: en ella encontramos el reverso existencialista de su costumbrismo de posguerra, de todo aquello que en su momento nos había parecido cursi, kitsch y aburrido, pero que ahora nos fascina.
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