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Una aproximación a las ideas que el sociólogo Paul Willis expone en 'Aprendido a trabajar', un estudio etnográfico sobre el mundo del trabajo en los años 70 que nos sirve para desechar algunos tópicos sobre la clase obrera
10 Enero 2018 06:00
Acostumbramos a hablar de ciertos trabajos como de una condena. Pasar los días encerrado en una caja de supermercado, arriesgar la vida en la obra cada madrugada o deslomarte en un taller: creemos que nadie escogería libremente estos empleos, ni los desempeñaría a menos que estuviera acuciado por la necesidad económica. Al hablar de ellos, optamos por una explicación mecanicista, casi determinista. Los categorizamos como resultado del fracaso escolar y de un modelo fallido de estado del bienestar.
Sin embargo, dejar de considerar los trabajos de clase obrera como una fatalidad, y pasar a verlos como el resultado de una elección consciente, es la provocadora idea que explora el sociólogo Paul Willis en Aprendiendo a trabajar. Cómo los chicos de la clase obrera consiguen trabajos de clase obrera, un libro publicado en 1977 que ahora ha reeditado Akal.
"Es demasiado fácil decir que no tienen más remedio", dice Willis, "los chicos 'fracasados' de la clase obrera no asumen simplemente la curva descendente de trabajo donde la abandonan los chicos de clase media con menos éxito o los de clase obrera con más éxito".
Esto implica defender que los trabajadores de clase obrera desean, al menos en parte, sus "trabajos de mierda". ¿Puede alguien querer estar 11 horas encerrado en una fábrica repitiendo un mismo gesto? ¿Puede alguien preferir este tipo de actividad —repetitiva, aburrida, no significativa— a otra que exija una compromiso personal, que contribuya a nuestra propia imagen y que tenga un retorno emocional en términos de autosatisfacción?
La pregunta no solo es tramposa por asumir como universal el marco de valores de la clase media —los trabajos de mierda son trabajos "de mierda" porque son los que nosotros no escogeríamos—, sino porque supone aceptar que las preferencias son perfectamente racionales e impermeables a los efectos de la cultura.
Pero las preferencias no son ni racionales ni impermeables. Pensemos en la fábula de el zorro y las uvas de La Fontaine: el zorro, viendo que no puede alcanzar las uvas de deliciosa piel bermeja —la parra está demasiado alta— termina por desecharlas. "¡Puah, están verdes! ¡Queden para los gañanes!". Para disminuir su frustración, el zorro rechaza su objeto de deseo. Es una respuesta adaptativa a situaciones de restricción de oportunidades, mediante la cual se ajustan las propias voliciones a las posibilidades existentes.
Todos actuamos como el zorro cuando nos preguntan qué coche queremos, a qué vivienda aspiramos o de qué queremos trabajar: no ofrecemos una respuesta de máximos, sino una que se ajuste a nuestro estatus social. "Las preferencias adaptativas", como las llamó el filósofo Jon Elster, son una estrategia inconsciente que permite salvaguardarnos de la decepción y lograr una cierta coherencia interna entre nuestras opiniones. En este sentido, se dice que las preferencias nunca constituyen una buena guía a la hora de diseñar políticas públicas: la voluntad y los deseos de los individuos no son una realidad virgen que choque contra unas estructuras injustas, sino que están enteramente moldeadas por esta mismas estructuras.
Por esta razón, pensar en "los pobres chicos se ven obligados trabajar en el Burger King o en la Seat" no solo es condescendiente, sino que es además puede ser una aproximación errónea para comprender por qué los chicos de clase obrera consiguen trabajos de clase obrera.
Lo que muchas veces vemos como una condena, dice Willis, "se experimenta, paradójicamente, como un verdadero aprendizaje, como afirmación y apropiación, e incluso como una forma de resistencia". No es una cuestión de ignorancia o incapacidad: el rechazo a los estudios y a los títulos forma parte de una identidad activa, rica y compleja, que va de la mano con la oposición a la autoridad, con la valoración del trabajo manual y del sacrificio físico.
"El trabajo manual significa algo, y aporta a y sustenta una cierta perspectiva vital que critica, desprecia y devalúa otras perspectivas. [...] Estas sensaciones aparecen debido a un fuerte sentimiento de su propia fuerza de trabajo, sentimiento que ha sido aprendido y realmente apropiado como intuición y progreso propio".
No es que Willis se desentienda de las condiciones de pobreza y los sesgos estructurales que determinan el destino de los jóvenes, sino que evita interpretar esta relación como el efecto de una fuerza ciega sobre individuos pasivos, títeres sin ningún tipo de autonomía propia. De hecho, lo que trata de explicar es precisamente cómo los jóvenes de clase obrera participan activamente en el mantenimiento de la cultura contra-escolar y asumen de forma creativa su identidad.
Hoy, la clase obrera no es un conjunto tan homogéneo como supone Willis. La desindustrialización, por un lado, y la precarización de grandes grupos sociales, por el otro, dibujan un escenario esencialmente nuevo, de modo que las ideas expuestas en Aprendiendo a trabajar tienen un alcance limitado. Sus tesis son producto del trabajo etnográfico —entrevistas, estudio intensivo, discusiones de grupo y observación participante— que Willis realizó entre 1972 y 1975 con grupos de chicos de clase obrera a lo largo de sus dos últimos años en la escuela y sus primeros meses en el mundo laboral. Además, su investigación se circunscribe al estudio intensivo de un entorno industrial, fijándose únicamente en los varones, y partiendo del caso concreto del sistema educativo inglés.
Sin embargo, la intuición que anima su libro sigue siendo fundamental para dejar de ver la clase obrera como una camarilla de fracasados que ni tan solo son conscientes de su propia miseria, para dejar de hablar de la clase obrera sin tener en cuenta a la propia clase obrera, y empezar a tomar en cuenta sus deseos, preferencias y motivaciones.
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