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«En las lágrimas de las víctimas también hay razones. No de las frías y desapegadas, sino de las que nacen del cuerpo: de su rabia, de su indignación, de su miedo y su desesperación. Las emociones ni nos infantilizan ni nos invalidan como agentes racionales»
26 Octubre 2017 18:32
Todos sabemos qué es una víctima. Y sabemos qué significa que una víctima sea una víctima.
Pronunciar la palabra es como lanzar un conjuro que tensa todos los músculos de nuestro interlocutor. "Víctima" es una enorme señal de prohibido, un cartel de neón que señala los límites que tus opiniones nunca deben rebasar. Porque hablar de víctimas es hablar de dolor, del dolor de otro, de su sufrimiento inmerecido y, las más de las veces, injustificable.
No extraña, entonces, que la distinción entre víctimas y victimistas —aquellos que no son víctimas, pero quieren gozar de su privilegiada inviolabilidad— sea un barrizal ético. ¿Tiene sentido comparar sufrimientos? ¿Víctima es todo aquel que se autodenomine como tal? ¿Qué requisitos tienes que cumplir para serlo? ¿Nunca deja uno de ser víctima?
Basta con dirigir estas mismas preguntas hacia casos cercanos para descubrir cómo el barrizal pronto se convierte en un campo de batalla. Cada expresión abre un universo de significados nuevo y, a veces, contradictorio: ¿víctimas del terrorismo? ¿Víctimas de ETA? ¿Víctimas del terrorismo de Estado? ¿Víctimas del conflicto vasco?
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El libro que acaba de publicar Daniele Giglioli, Crítica de la víctima, es un esfuerzo por ordenar estos conceptos. Parte de una premisa enormemente provocativa: todos queremos ser víctimas. O lo que es lo mismo: todos queremos gozar de los privilegios que supone ser considerado una víctima.
Que nos admiren, que nos escuchen, que no nos discutan. Que seamos automáticamente inocentes, inmunes a cualquier crítica y quedar desligados de toda responsabilidad. Si somos víctimas, parece que no podemos ser culpables de nada: todo está perdonado.
Visto así, ser el protagonista de un tragedia es una suerte, un regalo. Y, de hecho, según Giglioli, el victimismo se habría convertido en un paradigma cultural.
Su libro critica un humanitarismo kitsch que, desde los años 60, transmuta nuestros sufrimientos en una fuente de identidad: no nos discriminan, somos personas discriminadas; no nos excluyen, somos los excluidos. Al encerrar nuestra biografía bajo la perspectiva de la víctima, estaríamos reclamando una piedad que no nos pertenece, y convirtiéndonos en entes pasivos que renuncian a su capacidad de acción, que abdican de la responsabilidad que ésta lleva aparejada.
"Empequeñecidas respecto a lo que se les ha hecho, las víctimas tienen lágrimas, pero no razones. Su voz, como la de los animales, solo sirve para expresar placer y sobre todo dolor, pero no para deliberar en común sobre lo justo y lo injusto."
La otra cara de esta renuncia es la conversión del agresor en un monstruo, en un verdugo. Tampoco él sería responsable de sus acciones, pues la malignidad formaría parte de su esencia.
"el pedófilo, el acosador, el homófobo, el racista, el ogro, la panda. En lugar de una explicación, tenemos un cuadro nosográfico y criminológico, un marker que se tiene o no se tiene. [...] Que se queden fuera, lejos, que sean radicalmente otros respecto de nosotros los normales"
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Las ideas de Giglioli son seductoras, y es fácil encontrar ejemplos indignantes de victimismo. Los más evidentes son los que se generan con las constantes y pesadas comparaciones con el nazismo: la repetida falacia por reductio ad Hitlerum, mediante la cual quien recibe la ofensa se autoequipara con las víctimas del holocausto.
O, para citar un caso reciente, podemos pensar en el vídeo que hace unas semanas lanzó Omnium cultural sobre la situación de Catalunya.
El problema es que las ideas del libro amenazan con atrincherarse en el extremo contrario: considerar considerar que las víctimas siempre están siendo victimistas. Señalar la vulnerabilidad del ser humano, su natural impotencia, sería victimista. Denunciar la determinación social de nuestras acciones, también.
Todo lo que no sea glorificar la acción y la responsabilidad del individuo es para Giglioli una forma cobarde de culpar a los demás de lo que nos pasa.
Por ello, aunque el victimismo sea criticable, quizá también conviene recordar que la fragilidad no siempre es una flaqueza, que la dependencia no siempre es tóxica. No somos héroes aislados, absolutamente autárquicos y capaces de hacernos cargo de todas las desgracias que nos ocurran. Las relaciones nos constituyen, el contexto nos explica.
En las lágrimas de las víctimas también hay razones. No de las frías y desapegadas, sino de las que nacen del cuerpo: de su rabia, de su indignación, de su miedo y su desesperación. Las emociones ni nos infantilizan ni nos invalidan como agentes racionales.
Si debemos combatir el victimismo es por su uso espurio del dolor ajeno, no porque ser víctima nos convierta en despojos impolíticos, meras postales inermes que solo sirven para despertar la compasión.
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