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La historia que no te contaron del meme que se convirtió en un producto de súperlujo
1997 es el año en el que el Nasdaq, índice tecnológico de Nueva York, empieza a recalentarse de más. Como un ordenador viejo. Aquellos son los primeros tiempos gloriosos de las firmas tecnológicas, cuya valoración inflada de esteroides saltará por los aires cuatro o cinco años más tarde, dejando en el camino un cementerio de start-ups que prometían comerse el mundo, y no. Las puntocom inauguran la primera gran burbuja del siglo —en el primer año del siglo— con un montón de empresas que recogen millonadas en rondas de financiación de capital riesgo, y unas acciones que frecuentemente superan los 1.000 dólares, y que a continuación se precipitan a la bancarrota en cuestión de semanas; días; segundos. Es el sonido del alfiler al contacto con la piel de un globo hinchado.
Plop.
Todo eso parece olvidado una década después. Lo cierto es que el modelo está a punto de repetirse, pero esta vez a escala planetaria. Ahora los efectos del terremoto no van a dejarse notar solo en los alrededores del mundo tecnológico, sino en todos y cada uno de los sectores de la economía occidental. En 2007, ese pilar crucial de la economía moderna que son las hipotecas subprime —subtítulo: dinero gratis— anuncia su implosión, resquebrajando el suelo de medio mundo. La cosa ahora suena distinta. El ruido se parece más al de muchos cartuchos de dinamita detonados bajo un rascacielos.
Boom.
¿Lección aprendida? Pues ya lo saben. Resulta que este es un año que concluye con dos noticias: la confirmación del estallido de la burbuja tecnológica y la escandalosa cotización del bitcoin, que días atrás superaba la barrera de los 10.000 dólares. Mark Dinan, empleado dedicado en un departamento de Recursos Humanos de Silicon Valley, resumía así al Guardian un secreto a voces de la nueva economía: «estamos viendo compañías sobrevaloradas, financiadas en base a esperanzas y sueños y aspiraciones y no en buenos modelos de negocio. Son empresas que cuentan usuarios más que beneficios». La crisis de los medios de la que estos días se habla es un buen indicador de esta burbuja: «como norma —escribía Derek Thompson en The Atlantic— la gran mayoría de las inversiones de capital riesgo fracasan. Por tanto, el fracaso de muchas firmas mediáticas digitales respaldadas por capital riesgo no es tanto un shock existencial, sino algo matemáticamente inevitable».
Plop.
Luego está, decíamos, el bitcoin.
«Es completamente excitante —afirmaba el economista Robert J. Shiller a propósito del bitcoin—. Eres rápido. Eres listo. Has conseguido descifrar lo que nadie más entiende. Estás ahí. Y el bitcoin tiene esta cosa anti-gubernamental y anti-regulatoria. Es una historia fantástica. Solo que no es cierta».
Las palabras de Shiller son una buena descripción de lo que sin miedo a equivocarnos podemos definir como una de las mayores operaciones publicitarias del siglo: el bitcoin. Como en la burbuja de las puntocom, la de Silicon Valley y la de 2008 —dinero que no es dinero; la idea de dinero—, el producto no existe, o al menos no es tangible, es inmaterial, porque lo que hace valioso a una marca no es lo que se ve, sino lo que no se ve. Y lo que no se ve del bitcoin es su origen —un creador huidizo— y su significado, elevado en las oscuridades de Internet de manera coral por una milicia de devotos sin rostro.
Si una divisa es el símbolo de la riqueza de una región, el bitcoin es el símbolo de un símbolo, símbolo de una divisa. El bitcoin es también un monumento al anarco-capitalismo, una pieza de arte conceptual muy cara sostenida por quienes leen las últimas crisis económicas no como el resultado del libre mercado, sino como consecuencia de lo contrario: una intervención inadmisible. El bitcoin, en corto, es la suma de Jeff Koons y los foros libertarios de Internet, hecha meme. El primer meme de súperlujo.
A propósito de su valor real, The Economist detallaba estos días: «el Bitcoin puede usarse para comprar pocas cosas. Pero una divisa tiene tres funciones principales: almacenaje de valor, medio de cambio y unidad de cuenta […] Imagina que hubieses financiado tu vivienda con una hipoteca en bitcoins. Este año tu deuda se habría multiplicado por diez. Tu salario, pagado en dólares, euros o lo que sea, no podría seguir el ritmo».
Llamativamente, la revalorización del Bitcoin ha despertado reacciones escépticas desde casi todos lados: si el Economist, biblia liberal, lo ha descrito como una repetición de la moda de las puntocom, el CEO de JPMorgan, Jamie Dimon, decía a mediados de septiembre que el bitcoin es un «fraude» a punto de «implosionar». Tidjane Thiam, de Crédit suisse, lo describió como «la definición misma de una burbuja». Aún más duro si cabe, Joseph Stigliz señalaba: «La verdadera razón por la cual la gente quiere una moneda alternativa es para participar en actividades viles: lavado de dinero, evasión fiscal».
Merece la pena detenerse en las palabras de Stiglitz porque una de las consecuencias inesperadas de las últimas crisis es que, a pesar de las inacabables críticas, muchas de las predicciones anarcocapitalistas se han hecho realidad. Sirva de ejemplo la justificación de los paraísos fiscales y la desigualdad salarial: mientras exista una competencia entre los estados por ofrecer condiciones más ventajosas—aseguran ellos—, y mientras haya competencia entre corporaciones por disputarse puestos de dirección que pueden aportar una gran riqueza a sus firmas, acabar con la desigualdad salarial y con los refugios fiscales es sencillamente imposible. En crudo: mientras los gobiernos discuten reformas legislativas como consecuencia de las filtraciones masivas (Panama Papers, LuxLeaks, Paradise Papers…), el dinero ya está circulando hacia criptodivisas, un espacio que ofrece mejores condiciones que los propios paraísos fiscales.
A la une de Libé jeudi. Bitcoin: la monnaie qui rend fou.https://t.co/RRAYd2lEbU pic.twitter.com/W4GZodvPMR
— Libération (@libe) 29 de noviembre de 2017
Y a pesar de las dudas, los grandes nombres ya empiezan a considerar inevitable el manejo de estas criptodivisas. El diario galo Libération antologa algunos cuantos casos: «Goldman Sachs cree que constituirá un pequeño equipo para ‘tratar’ la divisa y servir a sus clientes instituciones. Del Chicago Mercantile Exchange, uno de los mercados de futuros más grandes de EE UU, se espera que negocie futuros de bitcoins a partir de la segunda semana de diciembre. En Francia, Tobam, con sede en París, anunciaba el lanzamiento de un fondo con inversión en bitcoins, el primero de su especie en Europa».
La gran pregunta que todos se hacen es: ¿hasta cuándo? Muchas son, desde luego, las voces que aseguran que el bitcoin está a punto de estallar. Sin embargo, también hay quien ve este escenario lejano. Michael Novogratz, gestor de fondos de alto riesgo, anticipaba que la divisa podría alcanzar los 40.000 dólares a finales del año próximo. Otro detalle que señalan los comentaristas es que en la burbuja de las puntocom las acciones llegaron a valer 2,9 billones de dólares; por el momento, el mercado de los bitcoins asciende a 170 mil millones de dólares. Esto significa que la burbuja aún tendría espacio para seguir creciendo.
Plop.
Boom.
Qué más da.
Un lema que define nuestro tiempo es que si no estás en un barco que se hace grande, estás en uno que se hunde. Nada tiene derecho a permanecer ajeno a las fluctuaciones del mercado. Lo que no madura, muere. Como la vida misma. Pero es que incluso si tomamos como ejemplo la última gran recesión —en donde la responsabilidad de la ruina de millones de ciudadanos descansaba sobre decisiones tomadas por instituciones políticas y grandes bancos—, la prosperidad de un ciudadano que no estuviese involucrado en hipotecas basura ni productos financieros tóxicos dependía de la prosperidad de aquellos que sí lo estaban.
O lo que es lo mismo: si un negocio sano recibe dinero contaminado, automáticamente enferma. Llámalo virus, bacteria o cáncer, lo cierto es que su capacidad de contagio lo vuelve incurable. No existe si no otra forma de explicar cómo en veinte años hemos sido capaces de repetir, cada vez más deprisa, burbujas que son burbujas pero también aludes. A estas alturas, la falta de memoria histórica no es explicación, pues la palabra crisis es ya un aminoácido perfectamente ensamblado en nuestro ADN. Es así como encaramos, con una mezcla de angustia, entusiasmo y resignación, bucles infinitos de recesión y crecimiento desencadenados por una riqueza que reclama nuestra fe y que solo es conceptual e inmaterial. Al igual que el propio Dios.
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