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En 2006 los Disturbios de Atenco, en el Estado de México, acabaron con 2 muertos y 20 mujeres violadas por la policía. Este es el relato de las 11 supervivientes que ahora piden justicia y el fin de la impunidad
17 Noviembre 2017 06:00
Las llamaron mentirosas. Las culpabilizaron por no haber estado quietecitas en casa haciendo tortillas y lavando ropa. Las vejaron, insultaron, violaron, torturaron y golpearon. Las acusaron de delitos que nunca llegaron a cometer y las metieron en la cárcel.
Durante muchos años les negaron justicia, las ridiculizaron, les robaron los nombres y redujeron su identidad a una sola etiqueta: las violadas de Atenco, así las llamaban. Y pese a todo, ellas no se quedaron calladas. Mariana Selvas, Edith Rosales, María Patricia Romero, Norma Aidé Jiménez, Claudia Hernández, Bárbara Italia Méndez, Ana María Velasco, Yolanda Muñoz, Cristina Sánchez, Patricia Torres y Suhelen Gabriela Cuevas recuperaron sus nombres para denunciar la represión que ejerció el Estado de México los días 3 y 4 de mayo de 2006 en las poblaciones de Texcoco y San Salvador Atenco.
Durante ayer y hoy, estas 11 supervivientes contarán sus historias ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos con 2 objetivos: justicia y no repetición.
Hemos hablado con dos de ellas.
Los días 3 y 4 de mayo de 2006 las poblaciones de Texcoco y San Salvador Atenco, en el Estado de México, se vieron invadidas por aproximadamente 700 policías federales y 1.815 agentes municipales y estatales. La intención era clara: acabar con el movimiento de protesta allí establecido. Lo que había nacido como la oposición de los pueblos a un megaproyecto económico, la construcción de un aeropuerto internacional en San Salvador, había servido como mecha para otras luchas sociales. Y eso a Enrique Peña Nieto, entonces gobernador del estado, no le gustó nada.
La brutal actuación policial de esos días se saldó con 2 muertos, más de 200 detenidos y al menos 20 mujeres torturadas sexualmente.
Todo comenzó la mañana del 3 de mayo, cuando la policía intentó retirar a un grupo de floristas del exterior del mercado Belisario Domínguez. El día anterior, los floricultores se habían reunido con las autoridades municipales y estatales para llegar a un acuerdo que les permitiera vender en la calle, pero el conflicto no se llegó a resolver. Eran las seis y media de la mañana de ese 3 de mayo y Patricia Romero se dirigía con su padre y su hijo a trabajar al negocio familiar que tenían en el mercado. “Había policías apostados fuera pero el día anterior nos habían dado los permisos para trabajar, nos dijeron que no habría problemas”, explica Romero, una de las 11 mujeres de Atenco.
Patricia Romero
“Los policías no dejaron ponerse a las 8 mujeres floristas. Allí empezó toda la gresca”, relata. El hijo de Patricia grabó todo lo que allí ocurría. ‘¡Agarren a ese hijo de su puta madre!’, gritó el director de seguridad pública, Roberto Hernández Moreno. Varios policías golperon al hijo de Patricia mientras trataban de quitarle la cámara. A ella y a su padre también les llovieron las patadas y los puñetazos cuando trataban de defenderle. “Fuimos de los primeros a los que agarraron y se llevaron a la procuraduría en una camioneta. En el trayecto no dejan de golpearnos. Desde ese día mi papá tiene que usar un bastón para caminar y mi hijo tiene la mitad del cuerpo paralizado”, cuenta Romero.
Allí, dos funcionarios rellenan una querella en la que añaden machetes, palos y tubos. Objetos que ni Patricia ni sus familiares portaban, “estaba bien montado todo”, asevera. “En la procuraduría había una fila entera de policías federales que me decían ‘te vamos a matar, te vamos a violar perra, vamos a matar a toda tu familia”.
Al final de la mañana les llevan a arrestos generales donde continúan las vejaciones. “Me dicen ‘tú perra maldita has ido la culpable. En lugar de estar en tu casa lavando, barriendo, haciendo tortillas estás de chimolera’ ”.
Es entonces cuando le hacen pasar a una habitación aparte. “Allí me colocan encima de una loneta, una especie de colchoncito de esponja y yo pensé que me iban a matar. Me colocan boca abajo y empieza la violencia, la violación. Nunca supe quiénes eran. Me dejaron ahí, me vestí y salí fuera”, recuerda Patricia.
Tras unas horas detenidos, Patricia, su hijo y su padre reciben la orden de traslado. Los 3 tienen que volver a pasar por una fila de policías que les golpean por todas partes. “Tengo cicatrices en las espinillas de todas las patadas que nos daban”.
Ni Patricia, ni su padre ni su hijo sabían a dónde se dirigían.
Tan pronto como se conocieron los disturbios que se estaban produciendo en Atenco, la gente empezó a moverse. Habían matado a Javier Cortés, un muchacho de 14 años. Había heridos y cada vez más policías. Se detenía a la población incluso dentro de sus propias casas. “En ese momento yo trabajaba en el Instituto Mexicano de Seguro Social y me acerqué a Atenco con unos compañeros del sector salud para ver qué había sucedido y en qué podíamos apoyar”, recuerda Edith Rosales, otra de las supervivientes de Atenco. “Nos pidieron que nos quedáramos al pie de la carretera formando un cinturón de paz”.
A las seis de la mañana sonaron las campanas: ya venían los policías. “Me asomé a uno de los puentes y los agentes se veían como hormigueros a lo lejos. Venían con todo y contra todos”.
Edith Rosales
Los agentes echaron a correr en cuanto llegaron a la carretera, lanzaron gases lacrimógenos a los manifestantes. Los golpes, las palizas y las detenciones se sucedían. Edith intentó huir pero al llegar a la plaza del pueblo la agarraron del pelo y la empezaron a golpear. “Siempre con palabras soeces, perra, puta me gritaban. Me tapan la boca y la cara con un trapo y me hacen pasar por una fila de policía donde me pellizcan, me patean”, recuerda Edith.
La agarran al vuelo y la introducen en una camioneta blanca donde ya había otra mujer. “Ahorita vas a saber lo que es bueno”, le espeta uno de los policías. “Me rasga la ropa, me quita los zapatos y me rompe el pantalón. Me lo empieza a bajar y, bueno, empieza a divertirse conmigo”.
Al rato la trasladan a un camión donde hay otros detenidos. Allí los policías les colocan rifles y pistolas en la cabeza. “Se te ordenó que no te movieras, por haberte movido te vamos a matar”, les gritan. Pero ese disparo nunca llega. Lo que sí que se suceden son las torturas a otras mujeres. Las palabras soeces y los golpes. Hasta que el camión se detiene.
Ni Edith ni sus compañeros sabían a dónde se dirigían.
Patricia y Edith llegaron en distintas horas al Centro Preventivo y de Readaptación Social “Santiaguito”. Aún no sabían dónde se encontraban. Pero ambas vieron la pared blanca.
“Había una pared blanca llena de sangre y nos hicieron pasar por allí”, recuerda Patricia. “Empezaba con apenas unos hilitos pero el final del muro estaba todo bañado de sangre. Nos azotaban contra la pared, todos traíamos brechas”, cuenta Edith.
En las salas del penal de Santiaguito, en Almoloya, se amontonaban el resto de detenidos. 200 personas cubiertas de sangre esperando a que les tomaran declaración. “Cuando preguntábamos de qué se nos acusaba no nos lo decían. Yo dije que quería denunciar lo que nos habían hecho ante el ministerio público. Pero no me dejaron hacerlo porque no había querido declarar. ¿Cómo voy a declarar si no se me ha dicho ni siquiera de qué se me acusa? ¿Cómo voy a declarar si ni siquiera sé dónde estoy?”, recuerda Edith.
A las cinco de la mañana las llevan al dormitorio. Allí estaban las otras compañeras amontonadas en unas colchonetas. 47 mujeres detenidas entre los días 3 y 4 de mayo de 2006.
Allí fue cuando Patricia y Edith al final supieron donde estaban.
A las pocas horas anunciaron el auto formal de ingreso en prisión a los 200 detenidos. A Patricia la acusaron de ultrajes, de portación de armas prohibidas, de cerrar las calles y de motín. A Edith de secuestro equiparado de 6 policías y ataques a las vías de comunicación agravados.
Patricia Romero y Edith Rosales fueron las dos mujeres que más tiempo estuvieron recluidas en prisión: 2 años y casi nueve meses.
Ambas coinciden en lo difícil que es volver a la cotidianeidad después de aquello y en cómo la reclusión afectó a sus vidas y a sus relaciones. “Cuando ocurrió tenía 38 años y apenas me había echado pareja. Mi entorno más cercano me apoyó menos quién yo más esperaba que me apoyara. Él me dijo ¿a ti no te paso nada, verdad? Mientras que yo hubiera querido que me dijera no te preocupes, tú no lo buscaste, no importa. Me tuve que callar mucho tiempo”, explica Patricia.
Caption
Edith vivió la muerte de su madre mientras estaba en prisión y se perdió dos años de la adolescencia de su hija. Pese al apoyo que recibieron por parte de ciertos sectores de la sociedad, también arrastraron el estigma de haber estado presas y la negación de los políticos mexicanos. “Enrique Peña Nieto dijo de nosotras que éramos mentirosas, que todos los grupos subversivos tenían un manual que les decía a las mujeres que dijeran que habíamos sido violadas”.
Por eso, durante todos estos años Patricia, Edith y las demás mujeres de Atenco no han dejado de gritar bien fuerte su historia. Apoyadas por el Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juarez, organización que lleva su caso, en septiembre de 2016 consiguieron que su caso llegara a la Corte Interamericana de Derechos Humanos donde estos días están contando su historia.
“La violencia se repite después de lo de Atenco. Es algo consecutivo en todos los estados de México en los que hay una represión constante. Queremos las garantías de no repetición”, exige Edith. “Hoy alzamos la voz para que alguien se responsabilice al fin de todas las violaciones a las garantías individuales que allí sucedieron y de todos aquellos que fueron acusados impunemente por delitos no cometidos. Y principalmente en contra de toda la violencia y tortura sexual que se cometió contra las mujeres", incide Patricia."No puede ser posible que a pesar de todo lo que hicieron nos hagan responsables de que hayamos denunciado y se nos haya acusado de mentirosas. De que teníamos la obligación de estar en casa haciendo tortillas”.
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