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Artículo La mujer que odiaba tanto las tareas del hogar que creó una casa que se limpiaba sola Culture

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La mujer que odiaba tanto las tareas del hogar que creó una casa que se limpiaba sola

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Frances Gabe revolucionó el ámbito doméstico a finales del siglo XX. Su casa robotizada sirve de inspiración y constituye un auténtico manifiesto feminista

anna pacheco

28 Agosto 2017 13:51

¿Cómo se pueden pasar todo el día fregando?, se pregunta la actriz Katherine Ross en Las Esposas de Stepford (1975). Recién llegada a una localidad ficticia de Stepford, en Connecticut, la protagonista contempla asombrada como el resto de mujeres de la urbanización cumplen con rigor y aburrida disciplina con su rol de amas de casa. La protagonista no entiende cómo pueden ser felices. Más tarde descubrirá que esas mujeres son felices porque, en realidad, son robots.

La premisa de esta novela distópica —doblemente adaptada al cine— nos sirve para conectar con la vida de Frances Gabe (1915-2016), una inventora y visionaria americana que buscó una solución al hastío del trabajo doméstico con una idea casi tan fantástica como la propia localidad imaginaria de Stepford. Gabes creía que las tareas del hogar eran un “trabajo desagradecido e interminable”, así que pensó en robotizar las casas; al menos así las mujeres podríamos seguir siendo mujeres. Y no robots.

Consciente de lo agotador que era tener que dedicarse a lavar platos y cambiar sábanas, Gabes patentó una casa autolimpiable, un hogar que se limpiara solo. Una casa que a la vez era una especie de túnel de lavado. ¡Estábamos en el año 1984! Gabes fabricó su casa inteligente al final de un camino polvoriento en Newberg, Oregon. Y lo hizo con sus propias manos y con su propio dinero, unos 15.000 dólares.

El hogar autolimpiable (que alguna prensa local describió como un “lavavajillas gigante”) constaba de sesenta y ocho aparatos patentados por ella misma. Mediante unos botones, varios aspersores instalados en el interior y el exterior de la casa se activaban, rociando las habitaciones de agua. Después, se aclaraba automáticamente y se secaba con aire caliente.

El invento de Gabe también limpiaba la vajilla y la colocaba en su sitio; hacía la colada y colgaba la ropa en perchas; y aprovechaba el agua sobrante del lavado para limpiar la caseta del perro. Su ingenio le valió una fama momentánea y algún que otro reportaje en el New York Times o la revista People.

Pese a todo, la casa utópica de Gabe no trascendió demasiado, al menos no como aparato funcional: su mantenimiento excesivamente caro la relegaron a un plano casi más artístico. La casa de Gabe pasó a verse más como una instalación, un avance técnico o una novedad arquitectónica que como una casa verdaderamente práctica para vivir. También se abrió a turistas y curiosos a cambio de un precio de entrada. La artista visual Lily Benson creó una animación basada en la casa de Gabe para ayudar a comprender mejor su funcionamiento.

Plano de la patente

Gabe falleció el año pasado, después de una longeva vida de 101 años: pero su ideal de casa quedará para siempre. Sus rocambolescos planos sirven de inspiración y funcionan, incluso, como una suerte de manifiesto feminista. Un manifiesto tangible con suelos y paredes de hormigón.

El sistema complejo que desarrolla Gabe pone en relieve una problemática compartida por muchas mujeres de todos lo siglos. Gabe convierte su casa en un sofisticado aparato de cables y botones porque solo así la siente menos opresora; porque es su forma de ganar tiempo para ella y reducir el peso de las tareas del hogar en su vida cotidiana.

En la Mística de la Feminidad (Ediciones Cátedra, 2016), clásico imprescindible de la segunda ola del feminismo, la ensayista ganadora del Pulitzer y ama de casar Betty Friedan explora en este mismo fenómeno y habla de un malestar “que aqueja a muchas pero que no sabe describir con palabras”: la frustración de la ama de casa.

La ensayista sentó en 1963 las bases de lo que debería ser una reforma institucional —también, en cierto modo, utópica porque ningún país la ha puesto en práctica— que tuviera en cuenta las dificultades que sufren las mujeres a la hora de incorporarse al mercado laboral por culpa de las responsabilidades que asumen en el ámbito doméstico.

Friedan, así como Gabes también, se anticiparon de algún modo a unas proclamas que siguen tristemente de moda en nuestros días: la de reivindicar el valor de los cuidados y la de analizar las consecuencias del trabajo doméstico en la construcción de un tejido laboral desigual. No hay que olvidar, por poner solo un ejemplo, que en el 2017, apenas un 21% de las mujeres ocupan una cátedra en las principales universidades españolas y solo 3 ostentan cargos de rectoras. Todo eso pese a que ellas son mayoría en las universidades. ¿Por qué no ampliamos nuestros estudios? ¿Qué estamos haciendo nosotras mientras los hombres asisten a reuniones? ¿Por qué seguimos tan ocupadas compaginando vida familiar y laboral?

Friedan describe así la opresión asfixiante de lo doméstico, como una fuerza inexplicable y sutil que es capaz de arruinar tu tiempo libre, tu creatividad, tu ocio, incluso tu identidad. 


“He tratado todo lo que se supone que una mujer debe hacer…

Puedo hacerlo todo y me gusta, pero no te deja nada sobre

lo que pensar —ningún sentimiento acerca de quién eres—.

Nunca tuve ninguna ambición profesional. Todo lo que quería

era casarme y tener cuatro hijos. Amo a los chicos y a Bob y a mi hogar.

No hay ningún problema al que pueda ponerle nombre. Pero estoy

desesperada. Empiezo a sentir que no tengo personalidad.

Soy una servidora de comida, pongo pantalones y hago la cama,

alguien que puede ser llamada cuando quieren algo. Pero ¿quién soy?


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