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Artículo ‘La Forma del Agua’, una fábula antifascista de Guillermo del Toro Culture

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‘La Forma del Agua’, una fábula antifascista de Guillermo del Toro

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El amor no entiende de... ¿especies?

víctor parkas

09 Octubre 2017 09:49


Elisa Espósito (Sally Hawkins) pone un par de huevos a hervir. Se mete en la bañera y se masturba. Ficha, como cada día, en el laboratorio del gobierno donde trabaja fregando suelos. En esa rutina diaria, co-protagonizando la vida de Elisa, fluyendo con ella, en su olla, en su sexo, en su cubo, está el agua. Siempre el agua: cuando la encontraron de bebé a la orilla de un río, el agua; cuando su jefe la acosa mientras ella limpia el suelo que éste acaba de ensuciar, el agua; cuando se enamora, como solo se enamora la gente en las películas de gran presupuesto, ahí está, otra vez. El agua.

Guillermo del Toro es el mejor en lo que hace, y lo que hace es contar fábulas. Lo hizo en El Espinazo del Diablo, lo hizo en El Laberinto del Fauno, y lo ha vuelto a hacer con La Forma del Agua. La película conquistó Venecia, convirtiendo a su director en el primer mexicano ganador de un León de Oro. El pasado jueves, la cinta inauguraba el Festival de Cine Fantástico de Sitges, certamen del que Guillermo es hijo predilecto desde 1993, cuando proyectó allí su ópera prima Cronos.

Han pasado más de dos décadas desde que Del Toro se foguease con aquella atípica cinta de vampiros, pero su fascinación por las criaturas se ha mantenido inalterable con el paso del tiempo. En La Forma del Agua, la cuota sobrenatural la asume un monstruo marino, cuya propiedad se disputan gobierno americano y gobierno soviético —estamos en 1962, con los dos ejecutivos más calientes que el asfalto de Almería. Cubierto de escamas y de porte anfibio, es imposible que el bicho acuático no recuerde a Abe Sapien, compañero de Hellboy en la película homónima y su inmediata secuela —en las dos, del Toro ocupó la silla del director.

¿La diferencia entre el hombre-rana al que dio vida David Hyde Pierce y el que encarna Doug Jones en La Forma del Agua? El segundo no puede hablar.

Elisa Espósito tampoco.

Las endorfinas harán el resto.

Aunque La Forma del Agua abogue en su puesta en escena por el tributo sixties, cuidando cada detalle visual, del papel de pared a la marquesina del cine sobre el que vive Elisa, su discurso es ciertamente desmitificador. En los dinners franquiciados hay racismo y homofobia; en los puestos de responsabilidad gubernamentales, un machismo de los que erizan vellos e invitan a deglutir saliva. La América que, en campaña, Trump prometió devolver a los americanos no era ni más ni menos que ésta: una autarquía retrógrada, donde el único bálsamo es escuchar discos. Dibujar. Enamorarse, joder.

Guillermo del Toro vuelve a politizar el subgénero de la fábula: si en El Espinazo del Diablo y El Laberinto del Fauno, sin miedo a las acusaciones que pudieran lloverle, hizo del franquismo el auténtico monstruo de la función, en La Forma del Agua convierte al patriota americano de Michael Shannon en un ser abyecto, a la vez que muestra simpatías por el espía comunista al que da vida el tocayo de éste, Michael Stuhlbarg. Sin equidistancia: La Forma del Agua es una película antifascista, y lo es de forma desacomplejada.

Si antes usábamos el nombre de Trump en vano, y antes de eso recordábamos la nacionalidad mexicana de Guillermo del Toro, no es anecdótico que la criatura de La Forma del Agua, a la que electrocutan, a la que intentan matar unos y diseccionar otros, tenga orígenes aztecas y raíces latinoamericanas. Si las analogías son fáciles de establecer —basta invocar el infame muro—, Guillermo del Toro las complejiza: La Forma del Agua, con su affaire entre Elisa y la criatura marina, es una de las mejores representaciones de las relaciones interraciales en cine; quizás, la más afilada desde Fiebre Salvaje de Spike Lee.

La factura de La Forma del Agua pueda recordar al sello Jean-Pierre Jeunet -una voz en off inicial, obrando de narrador, potencia esa sensación de estar viendo una versión fantastique de Amelie. Sin embargo, reducir la película a ese mínimo sería injusto: la Elisa que construye Sally Hawkins no es, como Audrey Tautou, una diletante con visión utópica de la realidad, sino una heroína trágica, de clase obrera, capaz de problematizar su entorno y proceder en consecuencia. Dicho entorno, pese a los preceptos de fábula, no es naïf: en La Forma del Agua se descerrajan tiros en boca, se fornica con pasión equino-gaditana, y se da oxígeno a statements políticamente incorrectos —es decir, radicalmente progresistas.

Con un ojo, guiño a La Mujer y el Monstruo; con el otro, al Santiago Segura de Torrente: El Brazo Tonto de la Ley.

La Forma del Agua es, sobre todo, un canto de amor a la anomalía y lo improbable, incluso a aquello que excede lo epidérmico: las películas que referencia no son clásicos; las baladas de su soundtrack nunca fueron hits en la época. El destino y la naturaleza del film, autoproducido por Del Toro, era no ser, por mera falta de financiación. Es un acto de afirmación y sublevación desde el momento en que se convierte en luz proyectada; refractándola, nuestras mejillas.

Porque, La Forma del Agua, valga de redundancia, termina humedeciéndolas.

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