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Reportaje
21 Marzo 2017 15:00
Poetas españolas nos hablan de los comentarios sexistas, alusiones al físico, acusaciones de haber mantenido relaciones sexuales con editores para publicar, tocamientos, insultos, descalificaciones o paternalismos que han sufrido a lo largo de su carrera
¿Cómo empezar a contar esto? Quizá lo mejor sea hacerlo a través de una anécdota personal, vieja y a primera vista insignificante. Una anécdota que tuvo lugar alrededor de 2004 en Almería, cuando yo tenía 13 años. En aquel momento empecé a leer poesía. Me gustaba la Generación del 27, pero sobre todo me gustaban las escritoras españolas contemporáneas, porque aunque los del 27 estaban muy bien, las autoras más jóvenes conectaban más con mi alma adolescente.
Una de esas autoras a las que admiraba era Miriam Reyes, poeta confesional de una lírica muy bruta, capaz de narrar con sus versos situaciones tremendas en las que muchas chicas podíamos sentirnos reconocidas. Era 2004, como digo, no me acuerdo del mes mes pero sí de que en aquella época se estaba celebrando alguna feria del libro o algún ciclo poético excepcional en mi ciudad.
Una tarde, en la biblioteca pública donde por aquellos días se paseaban los autores, llegué emocionada al salón de actos porque precisamente era Miriam Reyes la que iba a leer allí. En la puerta de esa sala aún vacía me topé con los organizadores del acto, unos poetas locales que en Almería tienen cierta fama. No les dije nada ni me dijeron nada pero estaban allí, a mi lado, hablando entre risas de Miriam Reyes, a la que según dijo uno “querían verle las tetas”. Así. Tal cual. “Verle las tetas”.
De hecho eso no fue todo lo que dijo. Su frase completa fue algo así como que “iba a pedir al conserje de la biblioteca pública que subiera la calefacción para ver si Reyes tenía calor, se quitaba la camiseta y se le veían las tetas”. Esa misma persona, minutos después, estaría en el escenario junto a la poeta, alabando su obra, mirándola fijamente mientras leía, asegurando que ante nosotros estaba una de las grandes voces de la literatura española y —aunque esto no lo dijo en alto, pero seguramente estaba pensando— la de mejores tetas.
Imaginad la escena.
Deteneos.
Por un lado, la poeta que recita sin saber —¿o quizá sí lo sabía?— que el hombre que está a su lado tiene intenciones oscuras. Mientras Miriam Reyes declama textos de su libro Bella durmiente, ese que precisamente escribió para vomitar los demonios que llevaba dentro desde niña, el poeta de su derecha contempla anonadado su escote que ya no es de niña —¿no es irónico?—.
Por otro lado yo, la adolescente de la segunda fila que se aguanta las lágrimas ya no sabe si por la emoción que le produce ver a su ídolo en acción o si por aquella grosería que hacía unos minutos acababa de escuchar, y que todavía no entiende, y que no se atreve a contar a nadie casi hasta muchos años después. Cuando reflexiona. Cuando toma conciencia. Cuando se da cuenta de que ya es hora de hablar.
Así que aquí estamos otra vez.
Somos Miriam Reyes y yo un mediodía de noviembre compartiendo mesa y menú en un restaurante del barrio gótico de Barcelona y 12 años después de aquel episodio raro en la biblioteca de Almería.
No puedo evitar preguntárselo: ¿Sabías lo que esos tíos decían de ti?
Reyes, que está dándole vueltas a su sopa de remolacha, mira con timidez a mi plato y no contesta. En verdad, según me cuenta después, podía imaginarse lo que aquellos poetas dirían de ella.
Se lo imaginaba porque a cada recital, acto o reseña en los que su nombre era mencionado, la sensación de revuelo y risilla que se generaba era siempre la misma. Revuelo porque se trataba de la poeta guapa y joven. Risilla porque era una mujer que escribía sobre sexo, y eso a algunos les parecía —y aún parece— que sólo era una señal de luz verde para permitir insinuaciones, miradas seductoras, piropos no solicitados y otra serie de cosas que consideramos más habituales en una barra de discoteca de madrugada que en un acto literario.
Miriam Reyes se califica como escurridiza. Sabe apartar la mirada. Sabe decir que no cuando toca. Sabe que cuando el flirteo más desagradable da comienzo ella debe enmudecer y calmarse, porque esa es la actitud que decidió tomar muchos años atrás cuando viviendo en Venezuela conoció lo que era el verdadero acoso callejero. Por eso, como entiende los códigos de la seducción machista, a Miriam Reyes no le sorprende que yo le recuerde esta anécdota de Almería.
En todo caso, su mayor preocupación es qué hacer para que lo que ella vivió no lo vuelva a vivir nadie. ¿Qué podemos hacer? ¿Qué cojones podemos hacer para que ni una escritora tenga que pasar por esto? Pero antes de que se nos ocurra cualquier respuesta útil, Reyes cae en la cuenta de que el sólo hecho de que una mujer en los cuarenta como ella pudiera detenerse a ayudar a otras más joven, ya podría ser visto como un acto de envidia. Como un gesto demasiado protector. Como un juicio, de nuevo, teñido de ese machismo que nos descalifica y nos calla.
Erika Martínez no se calló.
Todo lo contrario: ella lo dijo bien alto durante la lectura de poetas emergentes del festival de Cosmopoética en 2010. Lo soltó así: “Por inverosímil que parezca, no hemos venido a acostarnos con nadie. Hemos venido a leer”.
A lo que la poeta granadina se refería con aquel apunte era a una anécdota que desde la creación de Cosmopoética venía circulando entre los escritores del país. Según esa leyenda, a aquel festival sólo se invitaba a poetas emergentes —esto es, a las más jóvenes— que fueran guapas y solteras.
De acuerdo con el rumor, en las noches del festival se hacían chistes sobre las jóvenes, e incluso se hacían porras con las que determinados autores apostaban con quién acabarían acostándose aquella noche. Y aunque en principio todas esas historias sólo fueran habladurías y gracietas, lo cierto es que varias de las poetas que en distintas ediciones fueron invitadas —y que después de denunciar estos hechos a PlayGround prefieren mantener el anonimato— reconocen haber llegado a sentirse violentadas y humilladas durante el transcurso del festival.
De ahí que el comentario de Erika Martínez para dar comienzo a su lectura en 2010 fuera tan representativo. Casi por primera vez, alguien estaba demostrando que lo que en principio sólo eran habladurías, acabó por convertirse en una presión real.
Sobre esta presión, Erika Martínez también resalta que en su caso el trato de los organizadores siempre fue respetuoso, pero añade: “Siempre me he sentido tratada como una igual por ellos. Lo que sucedía, más bien, es que otros muchos poetas solo podían subestimarnos. No es fácil subir con esa sensación a un escenario. También era, por supuesto, su forma de deslegitimarnos”.
A propósito de las acusaciones de las invitadas, Carlos Pardo —a la cabeza de Cosmopoética en el período de 2004 a 2011— defiende para PlayGround que desde la dirección nunca se fomentó este tipo de comportamientos. Insiste, además, en que durante su gestión junto a Fruela Ferández y Juan Antonio Bernier, el festival fue el único del país que siempre invitaba a más mujeres que a hombres.
Pardo niega haber escuchado esas acusaciones y leyendas, y recalca que para él lo machista es reducir el festival a anécdotas sin fundamento. Por su parte Bernier sí confirma la existencia del rumor, aunque añade que él mismo se sintió perjudicado por éste. Y Fernández prefiere obviar estos comentarios porque según él “un festival siempre es una mezcla de error y descubrimiento”.
Con todo, el festival cordobés no fue el único en cometer errores.
Por desgracia, situaciones como las aquí descritas se viven cada día en las presentaciones, en los despachos de las editoriales, en los congresos, en cualquier lectura.
¿Has vivido alguna situación de acoso/sexismo/desprecio por el simple hecho de ser mujer en el ámbito poético de nuestro país?, pregunté. Y las poetas hablaron:
María Sánchez, autora de Cuaderno de campo, me dijo que un conocido poeta de su ciudad le había dicho que si quería triunfar en la poesía tenía que hacerse fotos semidesnuda y subirlas a su blog.
Carmen Camacho, autora de Vuelo doméstico, me dijo que en alguna ocasión un editor se le había insinuado, pero que ella, como no se corta un pelo, se rió de él en su cara.
María Sotomayor, autora de La paciencia de los árboles, me dijo que un día, a las tres de la mañana, un hombre que había asistido a su lectura empezó a dejarle comentarios molestos en Facebook. Le abordó con palabras pegajosas porque quería “pagarle” para que le leyera en privado. Sotomayor le contestó que si quería una lectura privada, que se comprara sus libros.
Erika Martínez, autora de Chocar con algo, me dijo que no hace mucho, en un congreso, un profesor preguntó en voz alta: ¿Y esta niña cómo sabe tanto de poesía? “Pues tanto no sé, caballero”, bromea Erika, “pero soy poeta, tengo treinta años y un doctorado en el tema. Cabe una remota posibilidad de que esté aquí por eso”.
Paula Aguirrezabala, autora de Al final, muere, me dijo que su antiguo editor jugó con ella. Que la chantajeó emocionalmente. Que se aprovechó de su ingenuidad y también de la de algunas de sus compañeras.
Sonia Fides, autora de Mi vida sin Julio Verne, me dijo que situaciones de acoso no ha vivido, pero no porque no haya habido intentos, sino porque ella no se ha dejado ningunear por nadie, por muy reconocidísimo poeta que fuera.
L (no quiere desvelar su identidad), autora de varios libros de poemas, me dijo que cuando tenía diecinueve años un poeta bastante mayor que ella la intentó tocar y besar en la puerta de su hotel, al que él quiso acompañarla porque era tarde y "para protegerla".
Amarna Miller, que además de actriz porno es autora del poemario Manual de psiconáutica, me dijo que su editor le insistió una y otra vez en que tenía que salir desnuda en la portada de su libro, incluso si ella ya le había dejado claro que no estaba de acuerdo.
Elena Medel, autora de Chatterton, me dijo que en múltiples ocasiones ha recibido insultos muy desagradables sobre su físico por parte de otros poetas.
Lola Nieto, autora de Tuscumbia, me dijo que en ambientes literarios había escuchado a algunos escritores juzgar a otras escritoras por su cuerpo.
De comentarios sobre la concepción del físico también me hablaron Laia López Manrique, autora de La mujer cíclica, quien además me reconoció no haber sufrido acoso en el ámbito literario pero sí en el laboral; Sofía Castañón, autora de Prohibido silbar, quien además ha dirigido el documental Se dice poeta, el primer y único reportaje que aborda la desigualdad y el machismo en el ámbito poético español; y por supuesto Yolanda Castaño, autora de Profundidad de campo, un libro en el que precisamente se debate sobre la identidad, la sexualidad, la feminidad y la angustia que produce el choque de todas esas cosas en una sociedad machista que además no sabe mirar más allá de las apariencias.
Ahora, si me lo permitís, voy a traer otro recuerdo personal. Fue hace unos seis o siete años, durante el Festival de Perfopoesía de Sevilla. Yo era una de las invitadas, compartiendo cartel con Yolanda Castaño. Para quien no conozca a Castaño, podría decir que ella es una poeta a la que le han pasado cosas como ganar algunos de los premios más importantes de este país, como publicar desde muy joven toda su obra en Visor, o como ser invitada a prestigiosos festivales de países lejanos como la India. Pero lo cierto es que a Castaño también le han pasado cosas menos bonitas.
Cosas como que al salir noticias sobre los premios que ha ganado el periodista hable más de su bonito físico que de su obra, o como que al publicar su obra en Visor ciertos lectores y compañeros de profesión insinúen que es porque se ha follado al editor, o incluso como que al subir una foto de su viaje al prestigioso festival de la India, los comentaristas prefieran centrarse en si la ropa que lleva es más o menos sexy, que en celebrar que una voz de nuestro país haya conseguido traspasar fronteras y llevar nuestra cultura allá donde pocas veces llega.
Como decía, en el Festival de Perfopoesía de Sevilla, Castaño y yo compartíamos cartel, y otras escritoras y yo esperábamos ansiosas a poder escucharla. En el mismo recinto donde se celebraban los recitales, alguien que también formaba parte del Festival no tardó en compartir con todos los que estaban allí sus pensamientos sobre la autora gallega. Algo así como “se maquilla demasiado”. Y algo así como: “pero yo me la tiraba”.
Aunque en ese momento no dije nada a aquel hombre —me arrepiento profundamente de no haber sabido responder con contundencia— su comentario se me quedó casi tan grabado en la mente como el de “las tetas” de Miriam Reyes. Quizá porque ambos respondían al mismo problema. Si a Reyes y Castaño, las dos poetas más importantes de su generación, se les trataba así, ¿cómo se estaría tratando al resto?
Pero, según me asegura Yolanda Castaño cuando le pregunto por esto, algo está cambiando. Durante nuestros 70 minutos de conversación telefónica, la poeta me recuerda que ella ya lleva 22 años dedicándose profesionalmente a la poesía y al fomento de la cultura. En todo ese tiempo le ha dado tiempo a conocer muy bien los entresijos del panorama nacional e internacional, le ha dado tiempo a sufrir barbaridades que no quiere ni mencionarme, pero también le ha dado tiempo a superarlas, a olvidarlas, y a seguir adelante allanando el camino a muchas de las escritoras que vienen tras ella.
Para Yolanda Castaño, que empezó a publicar a eso de los 17 años, hay un momento clave de su trayectoria, un caso de ninguneo y denigración que ella considera flagrante y muy ilustrativo de la situación en la que se encuentras las escritoras en España. Me explica que tras el éxito uno de sus primeros libros, fue invitada a la Semana de la Poesía de Barcelona, uno de los eventos literarios más importantes del estado, por el que han pasado grandes voces internacionales y nacionales, y por la que cada año se pasean celebridades y políticos. En ese contexto, Castaño salió a recitar sus poemas al Palau de la Música.
Según cuenta, al día siguiente una gran cabecera española publicó una crónica del evento, en la que un periodista analizaba de manera rigurosa la obra de cada uno de los poetas invitados al festival. Sin embargo, cuando le tocó hablar de ella, el crítico no tuvo otra cosa mejor que decir que con ella daba más la impresión de que “estaban asistiendo a un concurso de belleza que a un recital literario”. E?so no es todo. Yolanda Castaño ha sido una de las primeras escritoras españolas en sufrir verdadero acoso por Internet. De ella se han dicho cosas que no son ciertas y se han magnificado otras llegando a producirse situaciones ridículas. Por ejemplo, después de que en un blog alguien la criticara por llevar medias de rejilla, cuando tiempo más tarde viajó a otro país para asistir a un festival, un periodista de dicho país llegó a preguntarle por qué recitaba en medias de rejilla.
Por cosas como esta y por acusaciones peores sobre cómo viste o deja de vestir o sobre cómo trabaja o deja de trabajar Castaño, Helena Miguélez, una investigadora de una universidad de Gales ha estudiado su caso e incluso ha escrito un trabajo sobre lo que significa que la carrera profesional de una escritora se vea constantemente reducida a su maquillaje, a su atuendo o a su físico. Y de hecho, como subraya la poeta, “hasta ahora, en toda mi carrera no había entrevista en la que no se me hubiera hecho una pregunta alusiva a mi imagen”.
Por este motivo, Yolanda Castaño cree que muchas escritoras de su generación y de generaciones anteriores han preferido recluirse. No viajar a festivales, no hacer lecturas y hasta no volver a publicar libro alguno por miedo al qué dirán, a las críticas injustas y al acoso. Y ahora, para ella, una de las cosas más importantes en el momento presente es superar los momentos de flaqueza. Levantarse y denunciar lo que nos está pasando. Actuar para reinventar nuestro panorama porque de lo contrario, si nadie tira de ese carro, ¿cómo vamos a salir de aquí?
Cuando termino la conversación con Yolanda Castaño, me viene a la mente una famosa frase que Chus Visor, su editor, dijo en una entrevista en El Cultural hace dos años: “Lo siento, pero creo que la poesía femenina en España no está a la altura de la otra, de la masculina”. Y por un momento, se me ocurre que claro, que con un panorama como el que la escritora gallega me ha retratado cómo iba la poesía escrita por mujeres estar a la altura de la de los hombres. Que cómo van ellas a ser buenas poetas, si a menudo ni siquiera las consideramos personas.
Todavía hay más:
—La semana pasada, en Estados Unidos, Lit Hub publicaba un artículo sobre el acoso en el mundo editorial, firmado por algunas de las escritoras y pensadoras más importantes del momento como Roxane Gay.
—En ese mismo país, hace tres años, saltó un escándalo por un editor de una revista que había violado a una joven poeta aprovechándose de su situación de poder.
—Además, quienes hayan visto el último capítulo de Girls, habrán escuchado un fabuloso diálogo sobre los claroscuros del consentimiento, entre el personaje de Lena Dunham y un aclamado escritor que había obligado a una de sus lectoras a chupársela.
—Un poco más abajo del mapa, en México, la joven poeta Clyo Mendoza denunció el acoso sexual de su tutor del Fonca y consiguió que echaran al artista de su puesto. Además, Mendoza recopiló para un reportaje testimonios de escritoras jóvenes que en su país y fuera de él habían sufrido situaciones parecidas a la suya.
—Sin salir de América Latina, desde Argentina la poeta Caterina Scicchitano nos contaba para este artículo sobre las marchas de Ni una menos que en una ocasión el organizador de una lectura intentó invitarla a su casa para que ella le “agradeciera” su invitación a dicho acto.
—Desde Chile, Paula Ilabaca denunció en este otro reportaje que los comportamientos machistas y brutales de los jóvenes escritores no son cosa del pasado, y que el panorama de su país también cuenta con múltiples denuncias de acoso a escritoras.
«Mi casa es este cuerpo que parece una mujer,
no necesito más paredes y adentro tengo
mucho espacio:
ese desierto negro que tanto te asusta.»
(Miriam Reyes, de Bella durmiente)
¿Por dónde empezar? ¿Y por dónde terminar? ¿Es posible empezar a hablar de todo esto? ¿Es posible terminar de hacerlo?
Hoy, 21 de marzo, se celebra en todo el mundo el Día Internacional de la Poesía. Por todas partes los que leen habitualmente el género y también los que no lo hacen compartirán poemas de sus escritores favoritos y brindarán por la poesía que más nos emociona.
Desde aquí, sin embargo, hoy no queremos celebrar la poesía, sino más bien a nuestras poetas valientes. A las que cada día tragan saliva o luchan. A las que escriben desde las sombras y las que prefieren dar la cara. A las que supieron quitarse unas manos de encima, y a las que no, pero hoy batallan para que a nadie más tenga que ocurrirle algo parecido. A las que pudieron hablar. A las que prefirieron no hacerlo pero mandaron su apoyo.
Eso es lo que hoy festejamos. Y ojalá que estas palabras sirvan de precedente.
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