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Lit
Analizamos la moda de la literatura campestre, un arma de doble filo que puede definir nuestra relación con lo rural
16 Mayo 2017 06:00
En mi pueblo, cuando algo no funcionaba, se tiraba al río.
Aunque esta práctica ya está en decadencia —en parte, a causa de la despoblación: solo quedan 13 habitantes—, de vez en cuando aún es posible encontrar entre los sabugueiros una bicicleta con el manillar torcido, o unas botas gastadas, o un neumático que ya no sirve.
La relación con la naturaleza, sí, está muy viva, aunque no de la manera contemplativa que muchas veces suponemos desde la ciudad: quien más quien menos tiene una huerta, algunos animales y un puñado de praos disminuidos por el sistema de herencias y acosados por el monte, que reclama para sí las tierras abandonadas.
También es verdad que en los pueblos de España hay una situación extraña, con un sistema social a medio destruir y un consumo de drogas preocupante —rasgos ambos que van de la mano de la falta de oportunidades y de la desindustrialización, que en mi pueblo particularmente se cebó con quienes aún vivían de la mina—, y por ello la moda de la literatura campestre hace que salten todas mis alarmas.
¿Es la última píldora nostálgica para urbanitas que no tienen intención de pisar el campo, o realmente se está planteando un regreso a la naturaleza (sea eso lo que sea), tomando de nuestra tradición rural sus muchísimos hallazgos y mejorando aquellos aspectos que hoy resultan disfuncionales?
Para averiguarlo, desde PlayGround hemos querido examinar aquellos libros y editoriales que forman parte de esta supuesta moda, y hablar con algunos de los agentes que se han visto envueltos en ella.
En primer lugar, cabe preguntarse si existe verdaderamente esa moda de "la vuelta a la naturaleza".
Dibujo: A. Dan
Eso parece atestiguar la existencia de colecciones recientes como Libros salvajes, de Errata Naturae Editores, que toma su nombre de una frase de Thoreau o, en esta misma editorial, del libro fuera de colección La vida en el campo, de Julia Rothman, que comienza su texto de contracubierta así: "El campo está de moda".
La tendencia neo-rural tiene un origen anglosajón. En países como Estados Unidos, el éxito de libros como The Stranger In The Woods —en el que el periodista Michael Finkel cuenta la historia de un hombre que vivió aislado durante 27 años en un bosque de Maine— es el pan de cada día.
El novelista inglés Ben Rawlence, por ejemplo, cuenta en un artículo del New York Times sus experiencias a partir de su decisión de emigrar a la solitaria campiña galesa (donde, por cierto, acabó formando un club de lectura con otros 17 escritores): según afirma, ahora le sería difícil "escribir —desde el mismo campo— uno de esos libros neorrománticos sobre la Naturaleza, por los cuales está Gran Bretaña inundada actualmente, que idealizan el mundo natural como una zona de inocencia virgen de toda influencia humana".
Errata Naturae es la editorial más destacada del fenómeno literario-campestre en España, puesto que ha publicado en los últimos meses varios libros muy interesantes de nature writing como Una temporada en Tinker Creek, de Annie Dillard, o Leñador, de Mike Wilson. Su editor Rubén Hernández dice que no cree que sea apropiado el término "moda", porque no va a ser algo pasajero: "ha existido un vacío clarísimo en España en lo que tiene que ver con la escritura de la naturaleza, si exceptuamos el ámbito científico".
Así, de acuerdo con Hernández, colecciones como Libros salvajes vendrían, por una parte, a corregir esa ausencia de nature writing en el ámbito español (reeditando, entre otros, clásicos como el Walden de Thoreau) y por la otra, a ofrecer respuesta a las preocupaciones ecológicas de la sociedad, a reflexionar sobre la creación de "alternativas de vida sostenible" o a recuperar el "vínculo con la naturaleza".
En esta línea podríamos catalogar otros libros como La isla de la tortuga, poemario del gran poeta estadounidense Gary Snyder, publicado por Kriller 71, cuya reflexión ecológica sobre nuestra forma de "estar en el mundo" parte de presupuestos anarcobudistas y resulta de gran validez hoy en día; o Quién te cerrará los ojos: historias de arraigo y soledad en la España rural (Libros del KO), en el que Virgina Mendoza examina los restos de la sociedad de nuestros abuelos.
Sin embargo, a pesar de que muchos de estos libros son verdaderamente valiosos, lo cierto es que a menudo son leídos de forma alienante y turística.
Valga como ejemplo este artículo de eldiario.es en el cual se habla de tres ejemplos de literatura campestre. Si su titular —"Tres libros para llevar al campo (si eres un ratón de ciudad)"— no es suficientemente claro, su subtítulo es definitivo: "Tres recomendaciones ligeras para acompañar el puente de mayo de tres mujeres que retratan el campo desde mundos muy distantes".
De este modo, los libros recomendados constituirían un caso de literatura escapista, folclórica, literatura que aporta un toque de color a nuestras grises vidas de ciudad. Nada, por cierto, más contrario a los planteamientos de Cuaderno de campo, de María Sánchez, donde precisamente la poeta cordobesa problematiza su incorporación a una tradición rural reservada habitualmente a los varones.
María Sánchez lo tiene muy claro: según ha contado a PlayGround, "el campo de paseo y en fin de semana es precioso. Otro tema es irte a vivir allí, montar un proyecto de vida, montar una ganadería, una quesería... e intentar vivir de ello. Mi padrino es ganadero de extensivo y ecológico en la sierra norte de Sevilla y hay días que se va a las seis de la mañana y no vuelve del campo hasta las doce de la noche. Ya ni hablemos de papeleos y gestiones que ahogan a nuestros ganaderos y agricultores".
Este tipo de literatura, según la autora de Cuaderno de campo, tiene un origen muy claro:
"Hablan de un sentimiento de nostalgia, de un oasis rural y bucólico que no creo que ayude a enseñar la verdadera cara rural del país. Un rostro que se muere y que es la que a fin de cuentas, nos da de comer todos los días. La que ha hecho posible, por ejemplo, con la gestión y saberes milenarios de pastores y ganado, la existencia de parques naturales en España".
Aunque, como afirma Sánchez, la moda de la literatura campestre también ha permitido la publicación de libros buenos y nada ligeros —"como Los últimos de Paco Cerdà (Pepitas de calabaza Ed.), un libro de lectura obligatoria que por fin le da voz a los que nadie quiere escuchar ni ocupar su lugar"— la ligereza sí podría aplicarse Vida en el campo, de Julia Rothman, que quizá pueda ejemplificar los males que atañen al fenómeno de lo neo-rural.
Firmado por una neoyorquina que nunca ha vivido en un medio agrícola —lo ha compuesto a partir de viejos manuales para niños, de las experiencias de su marido, que se crió en una granja, y de las visitas a esa misma granja—, el libro explica ciertos aspectos de la vida rural que al lector español le resultarán o bien sabidos, o bien ajenos.
No es difícil comprobar que La vida en el campo se refiere a la realidad norteamericana, con unos tipos de cultivo, de terreno y de tradición rural muy concretos que no son del todo aplicables al caso hispano (María Sánchez, precisamente, destacaba la presencia de "traducciones que no tienen mucho que ver con la vida en el campo que tenemos en este país").
Porque en España (y en Europa) tal vez no se mantenga una relación con la naturaleza "salvaje" que predicaba Thoreau, pero prácticamente todo el mundo tiene un pueblo de referencia, y por tanto una relación mayor o menor con lo rural: el viejo anuncio de Aquarius ("llega un puente y miles de personas gritan: ¡me voy al pueblo!") así parece sugerirlo.
La literatura campestre tiene elementos muy interesantes, pero también otros muy peligrosos: por un lado nos puede proveer de armas teóricas y prácticas para emprender una "vida buena" en el campo; por otro, puede suponer una fractura con el propio mundo que pretendemos rehabitar.
Caer en la alienación del campo a partir de esquemas románticos importados es algo que, como sociedad, sencillamente no nos podemos permitir (la guerra fría que en Asturias mantienen los ganaderos con los ecologistas a cuenta de la hiperpoblación de lobos puede ser un buen ejemplo), puesto que en nuestro país la coincidencia de las categorías de lo "natural" y lo "rural" es casi absoluta.
Quizás la clave pase por saber leer la apasionante tradición del nature writing estadounidense, acompañándola de la de aquellos escritores que desde el terreno han explorado la condición rural (Miguel Delibes, Julio Llamazares, Xuan Bello) o la de aquellos textos teóricos capaces de analizar la realidad de los pueblos, como el magnífico Alabanza de aldea, del antropólogo Adolfo García.
Mientras se soluciona esto, a mí solo me queda esperar que en mi pueblo no acaben tirando a los urbanitas como yo —al igual que sucedía con las bicicletas que se quedaban pequeñas, las botas viejas y los neumáticos pinchados— al río.
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